Cayó pesadamente sobre el piso blanco de mármol. El personal de seguridad se dividió entre quienes se arrojaban sobre su cuerpo y aquellos que buscaban el origen del disparo. Los empleados, horrorizados, gritaron y se escondieron donde pudieron dentro del claro y elegante local. La empleada que sostenía el vestido blanco engarzado en diamantes había tratado de correrlo cuando las manchas de sangre del mandatario saltaron en su búsqueda. No lo logró. El dueño del local pensaba, entre el apuro por cerrar la cortina del negocio, en la mala publicidad que representaba para su exquisita marca el atentado recién producido.
Uno de los agentes habló por su comunicador y no pasaron muchos segundos hasta que entraron media docena más de agentes. Tomaron diversas telas colgadas del local para sujetar la herida de la cual brotaba el líquido pesado y bordó.
El asesino no pudo dar más de diez pasos en su carrera hasta que la bala lo alcanzó justo en la nuca. Otras dos más se alojaron en su espalda. El segundo agente que lo alcanzó – el primero lo apuntaba de menos de dos metros – lo dio vuelta. Era un hombre de unos cuarenta años, con camisa a cuadros, pantalones claros – abiertos en las bocamangas – y zapatillas con suela de yute. Tenía la cara marcada por los años y la piel curtida por el sol. Sus ojos estaban cerrados y su mano derecha todavía sostenía con firmeza el arma homicida. Indudablemente estaba muerto. La sangre de su cabeza brotó por unos minutos formando un gran charco a su alrededor.
Cuando el cuerpo de ella atravesó la puerta principal del paseo de compras, la unidad de cuidados intensivos ya estaba esperando. Allí confirmaron que también había fallecido.
El dueño del local tomó el vestido blanco con diamantes y terminó de arruinarlo tratando de limpiar la sangre sobre el mármol blanco.
Uno de los agentes habló por su comunicador y no pasaron muchos segundos hasta que entraron media docena más de agentes. Tomaron diversas telas colgadas del local para sujetar la herida de la cual brotaba el líquido pesado y bordó.
El asesino no pudo dar más de diez pasos en su carrera hasta que la bala lo alcanzó justo en la nuca. Otras dos más se alojaron en su espalda. El segundo agente que lo alcanzó – el primero lo apuntaba de menos de dos metros – lo dio vuelta. Era un hombre de unos cuarenta años, con camisa a cuadros, pantalones claros – abiertos en las bocamangas – y zapatillas con suela de yute. Tenía la cara marcada por los años y la piel curtida por el sol. Sus ojos estaban cerrados y su mano derecha todavía sostenía con firmeza el arma homicida. Indudablemente estaba muerto. La sangre de su cabeza brotó por unos minutos formando un gran charco a su alrededor.
Cuando el cuerpo de ella atravesó la puerta principal del paseo de compras, la unidad de cuidados intensivos ya estaba esperando. Allí confirmaron que también había fallecido.
El dueño del local tomó el vestido blanco con diamantes y terminó de arruinarlo tratando de limpiar la sangre sobre el mármol blanco.
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