Vuelto de mis vacaciones, algunas conclusiones del pueblo carioca:
1. Admiro la desinhibición de los negros: gordas y flacas usando tangas. “Bulteros” y “Maniseros”, feos y lindos, usando zungas. A nadie le importa. Nadie mira. Cada uno es feliz como es y no existe el complejo físico. Obvio, me compré una zunga...
2. No hay nadie mejor para servir cerveza como los brasileros. Siempre en el punto justo. Y tampoco se calienta. Tienen “termos”, donde va la botella, que mantiene la bebida en su punto justo. Ideal. Son testigo de mi constante ingesta "birriquitinera" los 5 kilos de mas que me traje del país del norte.
3. Otra: todos los bondis te paran en cualquier lado, si solo le levantas la mano. Anda a meterle la mano al 60 en una esquina que no corresponde: te lleva gratis hasta Tigre.
4. Sépanlo: jamás vamos a superar a los “grones” jugando al fútbol. Playa a la que vayas hay canchas y canchas de fútbol atiborradas de gente practicando el deporte (Copacabana en Río es un ejemplo) . Incluso presencié partidos en donde participaban mujeres que se la podrían pisar al defensor mas aguerrido del fútbol argentino.
5. Una estadística que me llenó de orgullo: A lo largo de los diez días que estuve en Buzios, observé 9 camisetas de Boca (dos de los cuales eran brasileros), 2 de River, 1 de Racing, 1 de San Lorenzo y 1 de Independiente. Otro dato del mismo tipo: fui al Maracaná y el ascensorista me dijo algo que la guía tradujo como “Te esta diciendo que a la Bombonera le tienen mucho miedo”.
En fin, no es ningún secreto que no me simpatizan los brasileros, pero la verdad debe decirse y en muchos aspectos (otros, además de los arriba señalados) su vida es más interesante que la nuestra.
La liberación literaria de un sistema de estructuras, para volcar en palabras dislocadas las inspiraciones que quedan afuera de legales rigideces.
miércoles, 30 de enero de 2008
miércoles, 16 de enero de 2008
Distinto
Pienso ser una persona distinta.
Distinta al que gruñe, al que se putea.
Distinto del que se cansa, el que flaquea.
Diferente al que madruga o al que se aburre.
Otro del que se tensa, del que se encrespa.
No voy a pensar en el trabajo ni trabajar en pensar.
Voy a tomarme todo con calma, voy a tomarme todo:
Mis vacaciones, el sol, la luz, la energía y el mar.
Me voy a Brasil. Hasta la vuelta…
Y ahí veremos si sigo siendo el que gruñe, el que putea,
El que madruga, el que flaquea.
Distinta al que gruñe, al que se putea.
Distinto del que se cansa, el que flaquea.
Diferente al que madruga o al que se aburre.
Otro del que se tensa, del que se encrespa.
No voy a pensar en el trabajo ni trabajar en pensar.
Voy a tomarme todo con calma, voy a tomarme todo:
Mis vacaciones, el sol, la luz, la energía y el mar.
Me voy a Brasil. Hasta la vuelta…
Y ahí veremos si sigo siendo el que gruñe, el que putea,
El que madruga, el que flaquea.
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martes, 15 de enero de 2008
¿Quién es Fausto Rudel?
Fausto Rudel nació en la localidad de Arroyo Corto, Provincia de Buenos Aires, el día 6 de Febrero de 1960. Licenciado en Letras de la Universidad Nacional de Bahía Blanca, vive actualmente en la ciudad de Puán, donde se dedica a la administración agropecuaria. Allí, en la inmensidad de la pampa argentina, es donde este personaje escribe sus poemas y vive su pasatiempos.
Quizás por timidez o la carencia de acceso a Internet, es que este personaje acude a quien suscribe para que publique sus trabajos y exponga sus emociones.
Desde aquí -en parte porque lo disfrutamos, en parte porque es un familiar-, hacemos honor a dicho petitorio y ofrecemos el espacio pertinente para que el poeta alemán dé luz a sus antiguas y recientes creaciones.
Creo haber aclarado la cuestión.
Quizás por timidez o la carencia de acceso a Internet, es que este personaje acude a quien suscribe para que publique sus trabajos y exponga sus emociones.
Desde aquí -en parte porque lo disfrutamos, en parte porque es un familiar-, hacemos honor a dicho petitorio y ofrecemos el espacio pertinente para que el poeta alemán dé luz a sus antiguas y recientes creaciones.
Creo haber aclarado la cuestión.
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Las mañanas
Es inútil, lo he intentado. No puedo expresarlo,
En palabras por lo menos. No me es suficiente,
Decir alguna metáfora, que lo intente explicar.
Vanamente.
No tiene traducción, ni relato posible.
Puede describirse, pero no darle justicia.
Es amor, paz, pasión, felicidad, lujuria.
Tu piel parece más suave,
Y tus ojos no quieren despertar.
El olor de tus mañanas y la frescura de tu rostro.
Tus pelos algo violentos y la respiración apacible.
Si te toco, si te abrazo, tus sonidos son mayor tentación.
Me baño, me visto, desayuno y salgo a trabajar.
Un poco más de todo los días para volver a vivir,
Algunas horas más de vos, tu piel y ese sentimiento.
Fausto Rudel.
En palabras por lo menos. No me es suficiente,
Decir alguna metáfora, que lo intente explicar.
Vanamente.
No tiene traducción, ni relato posible.
Puede describirse, pero no darle justicia.
Es amor, paz, pasión, felicidad, lujuria.
Tu piel parece más suave,
Y tus ojos no quieren despertar.
El olor de tus mañanas y la frescura de tu rostro.
Tus pelos algo violentos y la respiración apacible.
Si te toco, si te abrazo, tus sonidos son mayor tentación.
Me baño, me visto, desayuno y salgo a trabajar.
Un poco más de todo los días para volver a vivir,
Algunas horas más de vos, tu piel y ese sentimiento.
Fausto Rudel.
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lunes, 14 de enero de 2008
viernes, 11 de enero de 2008
Tatuajes
Estuve leyendo algunas cosas sobre los tatuajes. En primer lugar, me llamó la atención la definición psicológica del mismo: “una manifestación masoquista de pertenecencia a un grupo”. Aparentemente, este propósito de inclusión sectorial se da incluso cuando el sujeto tatuado desconoce a que grupo quiere pertenecer.
En segundo lugar, pude dar cuenta de ciertas figuras históricas que decidieron adornar su piel con algún motivo. Por ejemplo, Jorge V, Rey de Inglaterra, Nicolás II, zar de Rusia o John F. Kennedy, Presidente de EUA, lo hicieron en su momento.
¿Quién hubiese imaginado que Thomas Alva Edison (si, si, el que inventó la bombilla de luz y el fonógrafo) tenía tatuado en su antebrazo izquierdo cinco puntos – como en los dados? Sabido es que, actualmente, ese es el tatuaje que comúnmente se hacen los presidiarios.
El mismísimo Winston Churchill, primer ministro británico y gran protagonista de la Segunda Guerra Mundial, tenía un ancla en uno de sus brazos, al mejor estilo Popeye.
Por último, me enteré que hoy en día no es tan difícil remover un diseño: para suprimir totalmente un tatuaje se utiliza un laser (los más adecuados son de Alejandrita, de Rubí o el ND-YAG, que actúan directamente sobre el pigmento sin producir lesiones en la piel). Aparentemente, basta con 3 o 4 sesiones para la desaparición total del dibujo. La sesión de tratamiento dura unos pocos minutos, siendo sus impactos algo molestos aunque no dolorosos.
La verdad es que se me han caído algunos mitos. ¿Alguien sabe donde puedo conseguir un buen diseño de la Cruz del Sur?
En segundo lugar, pude dar cuenta de ciertas figuras históricas que decidieron adornar su piel con algún motivo. Por ejemplo, Jorge V, Rey de Inglaterra, Nicolás II, zar de Rusia o John F. Kennedy, Presidente de EUA, lo hicieron en su momento.
¿Quién hubiese imaginado que Thomas Alva Edison (si, si, el que inventó la bombilla de luz y el fonógrafo) tenía tatuado en su antebrazo izquierdo cinco puntos – como en los dados? Sabido es que, actualmente, ese es el tatuaje que comúnmente se hacen los presidiarios.
El mismísimo Winston Churchill, primer ministro británico y gran protagonista de la Segunda Guerra Mundial, tenía un ancla en uno de sus brazos, al mejor estilo Popeye.
Por último, me enteré que hoy en día no es tan difícil remover un diseño: para suprimir totalmente un tatuaje se utiliza un laser (los más adecuados son de Alejandrita, de Rubí o el ND-YAG, que actúan directamente sobre el pigmento sin producir lesiones en la piel). Aparentemente, basta con 3 o 4 sesiones para la desaparición total del dibujo. La sesión de tratamiento dura unos pocos minutos, siendo sus impactos algo molestos aunque no dolorosos.
La verdad es que se me han caído algunos mitos. ¿Alguien sabe donde puedo conseguir un buen diseño de la Cruz del Sur?
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Pensamientos y misceláneas
El Subte (...o una historia común)
Se sentó en el asiento más cercano a la puerta. Hacía calor – siempre hace calor en el subte – por lo que solo quería llegar a su casa y poder sacarse el uniforme del trabajo. Durante dos o tres paradas, Marcos solo se dedicó a mirar a la nada – como hace toda la gente que viaja en subte – y decidir que podría cenar.
En Tribunales se subió ella. Curiosamente, los asientos no estaban todos ocupados – después de 9 de Julio, a esa hora, generalmente es imposible conseguir uno – y se sentó frente a él. Josefina lucía una pollera de esas telas “finitas” – él jamás podría recordar el nombre preciso – color pastel – él diría “clarito” – y una remera blanca que, si bien no dejaba ver mucho, le marcaba la figura.
Rubia, de pelo ondulado y ojos de un verde casi transparente, fueron suficientes para que Marcos se olvide de su cena y deje de mirar a la nada. Le clavó sus ojos y pensó “increíble”.
Josefina tardó un poco más en notar a Marcos. Si bien, por una cuestión de seguridad, no era de mirar – sobre todo en transportes públicos – aquel castaño de pelo corto, traje y facciones duras que la estaba mirando, le llamó la atención.
Cuando Marcos advirtió que ella había dado cuenta de su indiscreción, notó que él estaba con la boca abierta y sin dejar de posar sus ojos sobre ella. Inmediatamente bajó la vista. “¡¡¡Que cagón que soy, por Dios!!!”. Ella advirtió la timidez de Marcos y agradeció en cierta forma que sea así. “Me gusta”, pensó.
De a ratos, Marcos levantaba la mirada para ir descubriendo de a poco sus detalles. Se le fueron revelando, en cuotas, sus piernas, sus manos…el pelo…sus ojos. Pensó que los dedos de sus pies le provocaban deseos de mordérselos. Los creyó la cosa más dulce del mundo. Se convenció finalmente que esa mujer iba a quedar en su mente por varios días.
Enfrente, Josefina también tímida, cada tanto le contestaba las miradas, procurando darle pie a una sonrisa o a algún gesto de accesibilidad. Marcos la hacía sentir tranquila. Tenía en los ojos el reflejo de una personalidad calmada, dulce, inteligente. Se dejó llevar por ese pensamiento.
En Pueyrredón, un par de chicas se pararon en el medio de ellos, y durante unos minutos, ambos sintieron una angustia que los sorprendió. “Se va a ir y no le di chance a que me hable” pensó Josefina. “¿Viste que sos un cagón? Ahora se te va a ir y no le dijiste nada”, pensó él.
En Agüero las chicas consiguieron asiento y al hacerlo, sus miradas se encontraron apuradas. Sin dudarlo, Marcos sonrió. Ella también, bajando la vista. Ahí notó sus dedos sin pintar. Se preocupó por el estado de su pelo – las mujeres siempre acusan a la humedad – y que no estaba maquillada.
Al ver la respuesta de ella, Marcos se sintió en un apuro. “¿Y ahora?”, pensó. “¿Qué carajo hago?”. La angustia se alojó instantáneamente entre su garganta y su pecho. Sus manos transpiraban. Pensó que tenía que decir algo. O hacer un gesto. Cualquier cosa. Pero inteligente. No podía comenzar la charla con aquella divinidad diciendo “¡Que linda que sos!” o algo que lo haga parecer un “chamuyero” – él no lo era -. Se empezó a ahogar en su propio apuro. Estaban en Palermo.
Josefina lo seguía mirando. Se dio cuenta que Marcos subía y bajaba la mirada, nervioso, buscando el siguiente paso. “Decime algo, cualquier cosa”, pensó. Estuvo a punto de preguntarle la hora como para que él se anime luego a algún comentario sobre el calor o lo que sea. Su idea no era irse del subte con él – no era ese tipo de chica -, pero si darle el teléfono o la dirección de mail del trabajo. Cuando estaba a punto de señalarle el reloj – a pesar que el cartel del vagón que indica la hora tiene uno digital de considerable tamaño – la invadió un pensamiento que la hizo retroceder: “¿Y si piensa que soy una atorranta? ¿Y si cree que me puede llevar a la cama así nomás y después no me toma en serio? ¿Y si solo, después, va a querer eso?”.
Cuando estaban saliendo de Olleros, el vagón casi quedó vacío. Solo cinco personas los acompañaban, lo que hizo animar a Marcos. “Quizás en la próxima parada esta gente baje y ante la soledad me anime con algún comentario”, se alentó. Después pensó que la soledad con un hombre desconocido la podría asustar, o peor aún, quizás ella se bajaba en la siguiente estación. Vivió aquel minuto hasta José Hernández con angustia. “¿Y si se baja?...me bajo yo también”, pensó él. “Después camino hasta Congreso, no me importa”. Pero después se imaginó hablándole sobre el hombro, ya caminando por Cabildo y no le gustó la idea que ella piense que la estaban siguiendo, acosando.
Se encontraban llegando a José Hernández y Josefina no amagaba con levantarse. Marcos sintió que era en ese momento o nunca. La boca se le secó inmediatamente y por un instante pensó que iba a tener valor. Tragó saliva y decidió que iba a decir algo sobre el calor – a esa altura ya no le importaba que el comentario fuera inteligente…le bastaba con que fuera un comentario -. Parados sobre la plataforma de la estación, y cuando estaba por abrir la boca, se escuchó el timbre de los altoparlantes decir “Metrovías informa que, por motivos de seguridad, se encuentra cerrada la estación Juramento. Todos los pasajeros deben abandonar la formación. Sepan disculpar las molestias”.
“Naaaaaa ¡La puta que te parió!” dijo Marcos para si. Cuando volvió su rostro, Josefina ya se había levantado y estaba por salir del vagón. Marcos se levantó apurado, lo que lo hizo tropezar con la gente que caminaba por el andén. Buscó con la vista a Josefina y la vio en la mitad de la escalera mecánica. Escuchó que en sus espaldas alguien decía “Parece que en Juramento hay un procedimiento de drogas”. Volvió a maldecir su suerte. “Soy un boludo”, se recriminó después. “Un cagón”, insistió.
Mientras ella terminaba de salir de la estación, ya incorporada sobre Cabildo, pensó “Hubiese bastado un Hola”. El optó por tranquilizarse con un “Después de todo…¿quién se levanta una mina en un subte?”.
En Tribunales se subió ella. Curiosamente, los asientos no estaban todos ocupados – después de 9 de Julio, a esa hora, generalmente es imposible conseguir uno – y se sentó frente a él. Josefina lucía una pollera de esas telas “finitas” – él jamás podría recordar el nombre preciso – color pastel – él diría “clarito” – y una remera blanca que, si bien no dejaba ver mucho, le marcaba la figura.
Rubia, de pelo ondulado y ojos de un verde casi transparente, fueron suficientes para que Marcos se olvide de su cena y deje de mirar a la nada. Le clavó sus ojos y pensó “increíble”.
Josefina tardó un poco más en notar a Marcos. Si bien, por una cuestión de seguridad, no era de mirar – sobre todo en transportes públicos – aquel castaño de pelo corto, traje y facciones duras que la estaba mirando, le llamó la atención.
Cuando Marcos advirtió que ella había dado cuenta de su indiscreción, notó que él estaba con la boca abierta y sin dejar de posar sus ojos sobre ella. Inmediatamente bajó la vista. “¡¡¡Que cagón que soy, por Dios!!!”. Ella advirtió la timidez de Marcos y agradeció en cierta forma que sea así. “Me gusta”, pensó.
De a ratos, Marcos levantaba la mirada para ir descubriendo de a poco sus detalles. Se le fueron revelando, en cuotas, sus piernas, sus manos…el pelo…sus ojos. Pensó que los dedos de sus pies le provocaban deseos de mordérselos. Los creyó la cosa más dulce del mundo. Se convenció finalmente que esa mujer iba a quedar en su mente por varios días.
Enfrente, Josefina también tímida, cada tanto le contestaba las miradas, procurando darle pie a una sonrisa o a algún gesto de accesibilidad. Marcos la hacía sentir tranquila. Tenía en los ojos el reflejo de una personalidad calmada, dulce, inteligente. Se dejó llevar por ese pensamiento.
En Pueyrredón, un par de chicas se pararon en el medio de ellos, y durante unos minutos, ambos sintieron una angustia que los sorprendió. “Se va a ir y no le di chance a que me hable” pensó Josefina. “¿Viste que sos un cagón? Ahora se te va a ir y no le dijiste nada”, pensó él.
En Agüero las chicas consiguieron asiento y al hacerlo, sus miradas se encontraron apuradas. Sin dudarlo, Marcos sonrió. Ella también, bajando la vista. Ahí notó sus dedos sin pintar. Se preocupó por el estado de su pelo – las mujeres siempre acusan a la humedad – y que no estaba maquillada.
Al ver la respuesta de ella, Marcos se sintió en un apuro. “¿Y ahora?”, pensó. “¿Qué carajo hago?”. La angustia se alojó instantáneamente entre su garganta y su pecho. Sus manos transpiraban. Pensó que tenía que decir algo. O hacer un gesto. Cualquier cosa. Pero inteligente. No podía comenzar la charla con aquella divinidad diciendo “¡Que linda que sos!” o algo que lo haga parecer un “chamuyero” – él no lo era -. Se empezó a ahogar en su propio apuro. Estaban en Palermo.
Josefina lo seguía mirando. Se dio cuenta que Marcos subía y bajaba la mirada, nervioso, buscando el siguiente paso. “Decime algo, cualquier cosa”, pensó. Estuvo a punto de preguntarle la hora como para que él se anime luego a algún comentario sobre el calor o lo que sea. Su idea no era irse del subte con él – no era ese tipo de chica -, pero si darle el teléfono o la dirección de mail del trabajo. Cuando estaba a punto de señalarle el reloj – a pesar que el cartel del vagón que indica la hora tiene uno digital de considerable tamaño – la invadió un pensamiento que la hizo retroceder: “¿Y si piensa que soy una atorranta? ¿Y si cree que me puede llevar a la cama así nomás y después no me toma en serio? ¿Y si solo, después, va a querer eso?”.
Cuando estaban saliendo de Olleros, el vagón casi quedó vacío. Solo cinco personas los acompañaban, lo que hizo animar a Marcos. “Quizás en la próxima parada esta gente baje y ante la soledad me anime con algún comentario”, se alentó. Después pensó que la soledad con un hombre desconocido la podría asustar, o peor aún, quizás ella se bajaba en la siguiente estación. Vivió aquel minuto hasta José Hernández con angustia. “¿Y si se baja?...me bajo yo también”, pensó él. “Después camino hasta Congreso, no me importa”. Pero después se imaginó hablándole sobre el hombro, ya caminando por Cabildo y no le gustó la idea que ella piense que la estaban siguiendo, acosando.
Se encontraban llegando a José Hernández y Josefina no amagaba con levantarse. Marcos sintió que era en ese momento o nunca. La boca se le secó inmediatamente y por un instante pensó que iba a tener valor. Tragó saliva y decidió que iba a decir algo sobre el calor – a esa altura ya no le importaba que el comentario fuera inteligente…le bastaba con que fuera un comentario -. Parados sobre la plataforma de la estación, y cuando estaba por abrir la boca, se escuchó el timbre de los altoparlantes decir “Metrovías informa que, por motivos de seguridad, se encuentra cerrada la estación Juramento. Todos los pasajeros deben abandonar la formación. Sepan disculpar las molestias”.
“Naaaaaa ¡La puta que te parió!” dijo Marcos para si. Cuando volvió su rostro, Josefina ya se había levantado y estaba por salir del vagón. Marcos se levantó apurado, lo que lo hizo tropezar con la gente que caminaba por el andén. Buscó con la vista a Josefina y la vio en la mitad de la escalera mecánica. Escuchó que en sus espaldas alguien decía “Parece que en Juramento hay un procedimiento de drogas”. Volvió a maldecir su suerte. “Soy un boludo”, se recriminó después. “Un cagón”, insistió.
Mientras ella terminaba de salir de la estación, ya incorporada sobre Cabildo, pensó “Hubiese bastado un Hola”. El optó por tranquilizarse con un “Después de todo…¿quién se levanta una mina en un subte?”.
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miércoles, 9 de enero de 2008
Crónicas de una muerte anunciada
Luego de haber dormido muy mal en el destartalado colectivo de “El Condor – La Estrella” – incluyendo la rotura del micro en medio de la nada a las cuatro de la mañana con espera posterior en la Terminal de Coronel Suarez para que nos pase a buscar otro bondi – llegué a Pigüe el lunes a la mañana.
Algo aturdido por el despertar repentino y cegado por el sol matutino, casi me llevé por delante a mi tío Alberto. Hombre de campo, con una dicción propia de dicha gente y expresiones del tipo “no-ziii”, viajamos directo a la casa velatoria, donde yacía el cuerpo de quien en vida fuera mi abuela Carolina, la madre de mi viejo.
Entrado en el salón, fui saludado con el pésame – como fue ocurriendo durante toda la mañana – por gente muy parecida – alemanes del Volga - pero desconocida para mi. “Te acompaño en el sentimiento”, me decían. “Muchas gracias” respondía yo sintiéndome ajeno a aquella salutación.
Entre esos saludos, encontré a mis tíos y primos, quienes se encontraban acongojados, como naturalmente se está en momentos de ese tipo.
Confieso que no me animé a ingresar a la sala donde yacía mi abuela. Opté por permanecer en la puerta y pedir por su alma. Recuerdo que me llamó la atención su estado. Esperaba descubrir – para se mi primera experiencia con una persona fallecida – un rostro más pálido y una cara más lúgubre. En varias ocasiones me encontré a mi mismo, mirando hacía su estómago para ver si podía advertir algún movimiento en el cuerpo de mi abuela que me confirme efectivamente que se encontraba durmiendo.
Un rato después llegó mi viejo al velatorio, procedente del sur. Lo recibí en la puerta del edificio, dándole un gran abrazo de consuelo. Luego de ello, lo dirigí hacia su encuentro con su madre, para que pueda hacer la despedida propia de un hijo.
Como durante toda la tarde, preferí seguir a mi viejo desde cerca - no encima-, lo suficiente como para advertir si su corazón deteriorado le jugaba una mala pasada. Soy, por otro lado, de los que piensan que en esas circunstancias no es conveniente sobre excitar a los que sufren su congoja. Ellos solos se acercarán a uno si necesitan consuelo. Es suficiente, pienso, con hacer notar presencia y disposición para el desahogo.
Seguramente por mi volumen físico, más que por mi relación con mi difunta abuela, fui sindicado para tomar una de las manijas del féretro cuando fue iniciado el cortejo hacía la Iglesia. Igualmente sucedió luego, cuando hubo que trasladar el cajón hacía el cementerio de Espartillar.
En ese camino, pasé por muchos lugares que dispararon los recuerdos de mi infancia y juventud: los veranos y vacaciones en casa de mis abuelos maternos, residentes de dicha localidad. La casa del abuelo Enrique, el almacén, la plaza, las piedras que componían las calles que servían de objeto para cargar mi gomera, la casa del “Rengo” Batista, el camino hacia el campo del abuelo, etc.
Una vez en el cementerio, pude pensar mis últimas palabras de despedida hacia mi abuela, una persona buena, sacrificada por su familia, de dicción graciosa por sus orígenes germanos y muy querida por su familia. Recordé en ese momento todos aquellos almuerzos y cenas que habíamos compartido: el menú generalmente era asado al horno con papas. Tuve un par de sonrisas por esos pensamientos.
Mientras descargaban con palas la tierra sobre el pozo, me pareció algo lindo arrojarle uno de los claveles de las coronas que encabezaban la procesión.
No pude dejar de identificarme durante toda la mañana con el tío Rogelio, quien como yo, es el hijo menor de su familia. Diría que mirar su llanto incontenible, por momentos profundo y desgarrador, fue más doliente aún que ver el cuerpo inerte de mi abuela. Pensé en mi familia, en mi madre, en la salud de mi viejo, mi cariño hacía ellos, el día que no estén y el dolor que voy a sentir. Ver a Rogelio alejado del pozo donde enterraban a su madre, llorando desconsolado como un borrego huérfano – a pesar de sus 57 años -, hizo que por primera vez en toda la mañana que sienta ganas de llorar.
Luego de ello, nos alejamos del cementerio y de la Espartillar querida. Volvimos a Pigüe donde compartimos un almuerzo con tíos y primos, en donde se recordó a la abuela y se trató de dar consuelo mutuo.
Mi viejo volvió al sur a media tarde y yo esperé un par de horas más en casa de mi tía Angélica para tomar el raído colectivo del “Condor - La Estrella”. Una mesa en la vereda, cada uno con su silla, tomando cerveza y comiendo picada, mirando a los autos y transeúntes pasar, charlando de todo un poco, fue una buena manera de compartir un buen momento con familiares algo perdidos.
Ya en el maldito “bondi” me alejé de Pigüe en busca de la rutina que había dejado en Buenos Aires. Sentado a lo largo de dos asientos, con “Road Trippin” de Red Hot Chilli Pepper - entre otros temas lentos de la misma banda, como "My Friends" y "Under The Bridge" -, mirando el atardecer sobre las sierras que más allá cobijan a Sierra de la Ventana, me di cuenta que no había sido un día del todo triste. Mi abuela había dejado de sufrir aquel padecimiento cancerígeno, y miles de recuerdos y reencuentros habían hecho de aquel viaje una bella experiencia. Me descubrí pensando, entonces, que la vida es una sola y es hermosa si aprendemos a descubrirla.
Algo aturdido por el despertar repentino y cegado por el sol matutino, casi me llevé por delante a mi tío Alberto. Hombre de campo, con una dicción propia de dicha gente y expresiones del tipo “no-ziii”, viajamos directo a la casa velatoria, donde yacía el cuerpo de quien en vida fuera mi abuela Carolina, la madre de mi viejo.
Entrado en el salón, fui saludado con el pésame – como fue ocurriendo durante toda la mañana – por gente muy parecida – alemanes del Volga - pero desconocida para mi. “Te acompaño en el sentimiento”, me decían. “Muchas gracias” respondía yo sintiéndome ajeno a aquella salutación.
Entre esos saludos, encontré a mis tíos y primos, quienes se encontraban acongojados, como naturalmente se está en momentos de ese tipo.
Confieso que no me animé a ingresar a la sala donde yacía mi abuela. Opté por permanecer en la puerta y pedir por su alma. Recuerdo que me llamó la atención su estado. Esperaba descubrir – para se mi primera experiencia con una persona fallecida – un rostro más pálido y una cara más lúgubre. En varias ocasiones me encontré a mi mismo, mirando hacía su estómago para ver si podía advertir algún movimiento en el cuerpo de mi abuela que me confirme efectivamente que se encontraba durmiendo.
Un rato después llegó mi viejo al velatorio, procedente del sur. Lo recibí en la puerta del edificio, dándole un gran abrazo de consuelo. Luego de ello, lo dirigí hacia su encuentro con su madre, para que pueda hacer la despedida propia de un hijo.
Como durante toda la tarde, preferí seguir a mi viejo desde cerca - no encima-, lo suficiente como para advertir si su corazón deteriorado le jugaba una mala pasada. Soy, por otro lado, de los que piensan que en esas circunstancias no es conveniente sobre excitar a los que sufren su congoja. Ellos solos se acercarán a uno si necesitan consuelo. Es suficiente, pienso, con hacer notar presencia y disposición para el desahogo.
Seguramente por mi volumen físico, más que por mi relación con mi difunta abuela, fui sindicado para tomar una de las manijas del féretro cuando fue iniciado el cortejo hacía la Iglesia. Igualmente sucedió luego, cuando hubo que trasladar el cajón hacía el cementerio de Espartillar.
En ese camino, pasé por muchos lugares que dispararon los recuerdos de mi infancia y juventud: los veranos y vacaciones en casa de mis abuelos maternos, residentes de dicha localidad. La casa del abuelo Enrique, el almacén, la plaza, las piedras que componían las calles que servían de objeto para cargar mi gomera, la casa del “Rengo” Batista, el camino hacia el campo del abuelo, etc.
Una vez en el cementerio, pude pensar mis últimas palabras de despedida hacia mi abuela, una persona buena, sacrificada por su familia, de dicción graciosa por sus orígenes germanos y muy querida por su familia. Recordé en ese momento todos aquellos almuerzos y cenas que habíamos compartido: el menú generalmente era asado al horno con papas. Tuve un par de sonrisas por esos pensamientos.
Mientras descargaban con palas la tierra sobre el pozo, me pareció algo lindo arrojarle uno de los claveles de las coronas que encabezaban la procesión.
No pude dejar de identificarme durante toda la mañana con el tío Rogelio, quien como yo, es el hijo menor de su familia. Diría que mirar su llanto incontenible, por momentos profundo y desgarrador, fue más doliente aún que ver el cuerpo inerte de mi abuela. Pensé en mi familia, en mi madre, en la salud de mi viejo, mi cariño hacía ellos, el día que no estén y el dolor que voy a sentir. Ver a Rogelio alejado del pozo donde enterraban a su madre, llorando desconsolado como un borrego huérfano – a pesar de sus 57 años -, hizo que por primera vez en toda la mañana que sienta ganas de llorar.
Luego de ello, nos alejamos del cementerio y de la Espartillar querida. Volvimos a Pigüe donde compartimos un almuerzo con tíos y primos, en donde se recordó a la abuela y se trató de dar consuelo mutuo.
Mi viejo volvió al sur a media tarde y yo esperé un par de horas más en casa de mi tía Angélica para tomar el raído colectivo del “Condor - La Estrella”. Una mesa en la vereda, cada uno con su silla, tomando cerveza y comiendo picada, mirando a los autos y transeúntes pasar, charlando de todo un poco, fue una buena manera de compartir un buen momento con familiares algo perdidos.
Ya en el maldito “bondi” me alejé de Pigüe en busca de la rutina que había dejado en Buenos Aires. Sentado a lo largo de dos asientos, con “Road Trippin” de Red Hot Chilli Pepper - entre otros temas lentos de la misma banda, como "My Friends" y "Under The Bridge" -, mirando el atardecer sobre las sierras que más allá cobijan a Sierra de la Ventana, me di cuenta que no había sido un día del todo triste. Mi abuela había dejado de sufrir aquel padecimiento cancerígeno, y miles de recuerdos y reencuentros habían hecho de aquel viaje una bella experiencia. Me descubrí pensando, entonces, que la vida es una sola y es hermosa si aprendemos a descubrirla.
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jueves, 3 de enero de 2008
Leonardo y Lorena
Leonardo la miró. Volvió a pensar – como lo había hecho antes de desvestirla – que era hermosa. Besó sus labios culposos. Trató de tranquilizarla con la mirada, ya que el pánico se había apropiado de sus facciones.
El frío de la oscura galería del Convento y el olor a incienso había puesto a Lorena nuevamente en su lugar, y con ello, el remordimiento por haber caído en la tentación que suponía para ella el cuerpo de su compañero de clausura.
Leonardo tomó las ropas de Lorena y la ayudó a vestirse, mientras ella trataba de ubicar con la vista la capelina celeste. Leonardo todavía estaba vestido solo con sus medias de fibra color azul marino.
En el movimiento ocular que ella realizaba en busca de túnica, reposó en el miembro de Leonardo, y nuevamente la culpa golpeo su pecho. Se recriminó no haber aguantado la excitación y llevarlo hasta la galería por medio de excusas.
La decisión de dejar los votos ya había sido tomada por ambos hace unas semanas, pero se habían prometido no tener contacto hasta tanto cada uno de ellos dé la noticia a sus superiores. Si bien estaban dispuestos a abandonar la vida religiosa que habían elegido, habían decidido respetar su elección religiosa hasta el día en que hayan renunciado a los mismos.
En ese momento, Leonardo inclinó su cabeza y besó las mejillas de ella, quien ya había recogido su capelina celeste. Susurró un “te amo” en su mejilla y se dio la vuelta para vestirse con la sotana negra. La espalda de Leonardo daba cuentas de la pasión y uñas de Lorena, quien al verlas sintió vergüenza por haberse dejado llevar de aquella forma.
- “Tenes que perdonarme” le imploró al sacerdote, “no fui yo quien te provocó esas lastimaduras”.
- “Espero que estés equivocada”, respondió él a la monja, “ya que es esa mujer a quien quiero entre mis sábanas”.
- Pero vos vas a dejar tus hábitos por quien soy interiormente. Esta parte solo la acabas de conocer.
- Es verdad, pero si de sexo poco conozco, lo he hecho a través de las confesiones de nuestra gente, y si hay algo que veo sanamente, es la pasión de quienes se aman de esa forma.
Lorena arrojó nuevamente su capelina, junto con la túnica que tenía Leonardo entre las manos. Lo tomó de su cuello e hundió su lengua dentro de la boca de su amante. Él la tomó de sus muslos y la hincó sobre sus caderas, mientras pretendía levantarle la falda. Ella se abrazó de su cuello y él le arropó la espalda con sus brazos.
La siguiente mañana ambos pidieron adelantar sus entrevistas con los padres superiores.
(NdA: Dedicado a mi gran amigo "Manzana", quien ha inspirado esta historia con la suya).
El frío de la oscura galería del Convento y el olor a incienso había puesto a Lorena nuevamente en su lugar, y con ello, el remordimiento por haber caído en la tentación que suponía para ella el cuerpo de su compañero de clausura.
Leonardo tomó las ropas de Lorena y la ayudó a vestirse, mientras ella trataba de ubicar con la vista la capelina celeste. Leonardo todavía estaba vestido solo con sus medias de fibra color azul marino.
En el movimiento ocular que ella realizaba en busca de túnica, reposó en el miembro de Leonardo, y nuevamente la culpa golpeo su pecho. Se recriminó no haber aguantado la excitación y llevarlo hasta la galería por medio de excusas.
La decisión de dejar los votos ya había sido tomada por ambos hace unas semanas, pero se habían prometido no tener contacto hasta tanto cada uno de ellos dé la noticia a sus superiores. Si bien estaban dispuestos a abandonar la vida religiosa que habían elegido, habían decidido respetar su elección religiosa hasta el día en que hayan renunciado a los mismos.
En ese momento, Leonardo inclinó su cabeza y besó las mejillas de ella, quien ya había recogido su capelina celeste. Susurró un “te amo” en su mejilla y se dio la vuelta para vestirse con la sotana negra. La espalda de Leonardo daba cuentas de la pasión y uñas de Lorena, quien al verlas sintió vergüenza por haberse dejado llevar de aquella forma.
- “Tenes que perdonarme” le imploró al sacerdote, “no fui yo quien te provocó esas lastimaduras”.
- “Espero que estés equivocada”, respondió él a la monja, “ya que es esa mujer a quien quiero entre mis sábanas”.
- Pero vos vas a dejar tus hábitos por quien soy interiormente. Esta parte solo la acabas de conocer.
- Es verdad, pero si de sexo poco conozco, lo he hecho a través de las confesiones de nuestra gente, y si hay algo que veo sanamente, es la pasión de quienes se aman de esa forma.
Lorena arrojó nuevamente su capelina, junto con la túnica que tenía Leonardo entre las manos. Lo tomó de su cuello e hundió su lengua dentro de la boca de su amante. Él la tomó de sus muslos y la hincó sobre sus caderas, mientras pretendía levantarle la falda. Ella se abrazó de su cuello y él le arropó la espalda con sus brazos.
La siguiente mañana ambos pidieron adelantar sus entrevistas con los padres superiores.
(NdA: Dedicado a mi gran amigo "Manzana", quien ha inspirado esta historia con la suya).
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Amores y otros conjuros,
Cuentos
Brindis
Diez años han pasado ya. Diez. Dos lustros de tiempo me separan de aquel baile en el Gimnasio Municipal de Trelew. La promoción 1997 del Colegio se despedía, todos enfundados en flamantes trajes. Para la mayoría era la primera vez, para otros sigue siendo la única.
El sábado 29 de Diciembre nos juntamos – la mayoría – en el quincho del mismo colegio. Éramos casi ese mismo número. Consumimos alrededor de 15 kilos de carne, 30 chorizos y morcillas, todo regado de buenos brebajes.
Junto con el “Paga” nos encargamos de la organización, y con el “Inga” de hacer el asado. Muchos habían cambiado (los pelos de varios, la panza de algunos). Otros seguían siendo los mismos (el Negro Nuñez, por ejemplo, sigue siendo el mismo pelotudo de siempre).
Por mi parte - además de percatarme que desde el 97 traigo una mochilita de casi 20 kilos de mas -, me quedé con la sensación que mis tareas culinarias me alejaron de la charla con muchos de aquellos muchachos de otrora. Sin embargo, como aliciente, recuerdo que en el momento sentí un inmenso placer de haber logrado que toda esa gente vuelva a juntarse y pasar un buen momento.
Tenía pensado decirlo en el brindis. No lo dije. Desde acá, sepan que me ha dado placer compartir ese momento con Uds.
El sábado 29 de Diciembre nos juntamos – la mayoría – en el quincho del mismo colegio. Éramos casi ese mismo número. Consumimos alrededor de 15 kilos de carne, 30 chorizos y morcillas, todo regado de buenos brebajes.
Junto con el “Paga” nos encargamos de la organización, y con el “Inga” de hacer el asado. Muchos habían cambiado (los pelos de varios, la panza de algunos). Otros seguían siendo los mismos (el Negro Nuñez, por ejemplo, sigue siendo el mismo pelotudo de siempre).
Por mi parte - además de percatarme que desde el 97 traigo una mochilita de casi 20 kilos de mas -, me quedé con la sensación que mis tareas culinarias me alejaron de la charla con muchos de aquellos muchachos de otrora. Sin embargo, como aliciente, recuerdo que en el momento sentí un inmenso placer de haber logrado que toda esa gente vuelva a juntarse y pasar un buen momento.
Tenía pensado decirlo en el brindis. No lo dije. Desde acá, sepan que me ha dado placer compartir ese momento con Uds.
miércoles, 2 de enero de 2008
Memorias de la vuelta
Luego de diez días en casa de mis viejos (donde ya contaré algunas anedas), tomé el vuelo de las 9.45 hs. a éste Buenos Aires sudoroso y hediondo.
Como primer comentario, en diagonal a mi poco espacioso asiento, se encontraba quien fuera mi primera novia. Dos cosas:
(i) Me reí al recordar las estupideces de inexperto que hice cuando comencé mi relación de dos semanas con aquella chica. Por ejemplo, el día que nos encontramos en la biblioteca del colegio y estuve mirando hacia la puerta de la misma haciendo que esperaba alguien cuando en realidad no me anima a hablar con ella y su amiga (si, si, un goma). Y lo segundo que nuestra relación de dos semanas incluyó el día que acordamos salir + “día mudo” en la biblioteca + día que cortamos. Fracaso total. Fiel a nuestra historia, no hubo diálogo en el avión.
(ii) Comprobé que el chiste que me hacían mis compañeros de secundaria era verdad: tenía – tiene - las manos realmente grandes. De ahí su mote de “Manotas”.
El segundo comentario incluye a mi compañero de asiento. Un Pancho vestido de (recuerden que era un vuelo de avión) malla pescador celeste, ojotas, “muscu” negra raída, anteojos extra grandes y gorra verde onda che Guevara. En un primer momento pensé que era un bananón de por ahí, pero después tomó su celular y llamó a un amigo: su léxico y dicción me hicieron recordar al Chipi Barhijo. A su look, le agregaba de “bijou” siete u ocho rosarios los cuales – y ahí el comentario – se encargó de besar cuando el avión se encontraba realizando el decolaje. ¡Que miedo tenía ese muchacho, por favor! En fin, por un momento pensé en decirle algo como “besando una alcanza”, pero después pensé que ya tenía suficiente como para que algún boludo venga a hacerle chistes en un momento de pánico personal como ese. Opté por seguir pensando en que a mi también me hubiese gustado estar en chancletas en el coqueto vuelo de Aerolíneas, rumbo a ésta ciudad que persiste en retrasarme la vuelta.
Como primer comentario, en diagonal a mi poco espacioso asiento, se encontraba quien fuera mi primera novia. Dos cosas:
(i) Me reí al recordar las estupideces de inexperto que hice cuando comencé mi relación de dos semanas con aquella chica. Por ejemplo, el día que nos encontramos en la biblioteca del colegio y estuve mirando hacia la puerta de la misma haciendo que esperaba alguien cuando en realidad no me anima a hablar con ella y su amiga (si, si, un goma). Y lo segundo que nuestra relación de dos semanas incluyó el día que acordamos salir + “día mudo” en la biblioteca + día que cortamos. Fracaso total. Fiel a nuestra historia, no hubo diálogo en el avión.
(ii) Comprobé que el chiste que me hacían mis compañeros de secundaria era verdad: tenía – tiene - las manos realmente grandes. De ahí su mote de “Manotas”.
El segundo comentario incluye a mi compañero de asiento. Un Pancho vestido de (recuerden que era un vuelo de avión) malla pescador celeste, ojotas, “muscu” negra raída, anteojos extra grandes y gorra verde onda che Guevara. En un primer momento pensé que era un bananón de por ahí, pero después tomó su celular y llamó a un amigo: su léxico y dicción me hicieron recordar al Chipi Barhijo. A su look, le agregaba de “bijou” siete u ocho rosarios los cuales – y ahí el comentario – se encargó de besar cuando el avión se encontraba realizando el decolaje. ¡Que miedo tenía ese muchacho, por favor! En fin, por un momento pensé en decirle algo como “besando una alcanza”, pero después pensé que ya tenía suficiente como para que algún boludo venga a hacerle chistes en un momento de pánico personal como ese. Opté por seguir pensando en que a mi también me hubiese gustado estar en chancletas en el coqueto vuelo de Aerolíneas, rumbo a ésta ciudad que persiste en retrasarme la vuelta.
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