Luego de haber dormido muy mal en el destartalado colectivo de “El Condor – La Estrella” – incluyendo la rotura del micro en medio de la nada a las cuatro de la mañana con espera posterior en la Terminal de Coronel Suarez para que nos pase a buscar otro bondi – llegué a Pigüe el lunes a la mañana.
Algo aturdido por el despertar repentino y cegado por el sol matutino, casi me llevé por delante a mi tío Alberto. Hombre de campo, con una dicción propia de dicha gente y expresiones del tipo “no-ziii”, viajamos directo a la casa velatoria, donde yacía el cuerpo de quien en vida fuera mi abuela Carolina, la madre de mi viejo.
Entrado en el salón, fui saludado con el pésame – como fue ocurriendo durante toda la mañana – por gente muy parecida – alemanes del Volga - pero desconocida para mi. “Te acompaño en el sentimiento”, me decían. “Muchas gracias” respondía yo sintiéndome ajeno a aquella salutación.
Entre esos saludos, encontré a mis tíos y primos, quienes se encontraban acongojados, como naturalmente se está en momentos de ese tipo.
Confieso que no me animé a ingresar a la sala donde yacía mi abuela. Opté por permanecer en la puerta y pedir por su alma. Recuerdo que me llamó la atención su estado. Esperaba descubrir – para se mi primera experiencia con una persona fallecida – un rostro más pálido y una cara más lúgubre. En varias ocasiones me encontré a mi mismo, mirando hacía su estómago para ver si podía advertir algún movimiento en el cuerpo de mi abuela que me confirme efectivamente que se encontraba durmiendo.
Un rato después llegó mi viejo al velatorio, procedente del sur. Lo recibí en la puerta del edificio, dándole un gran abrazo de consuelo. Luego de ello, lo dirigí hacia su encuentro con su madre, para que pueda hacer la despedida propia de un hijo.
Como durante toda la tarde, preferí seguir a mi viejo desde cerca - no encima-, lo suficiente como para advertir si su corazón deteriorado le jugaba una mala pasada. Soy, por otro lado, de los que piensan que en esas circunstancias no es conveniente sobre excitar a los que sufren su congoja. Ellos solos se acercarán a uno si necesitan consuelo. Es suficiente, pienso, con hacer notar presencia y disposición para el desahogo.
Seguramente por mi volumen físico, más que por mi relación con mi difunta abuela, fui sindicado para tomar una de las manijas del féretro cuando fue iniciado el cortejo hacía la Iglesia. Igualmente sucedió luego, cuando hubo que trasladar el cajón hacía el cementerio de Espartillar.
En ese camino, pasé por muchos lugares que dispararon los recuerdos de mi infancia y juventud: los veranos y vacaciones en casa de mis abuelos maternos, residentes de dicha localidad. La casa del abuelo Enrique, el almacén, la plaza, las piedras que componían las calles que servían de objeto para cargar mi gomera, la casa del “Rengo” Batista, el camino hacia el campo del abuelo, etc.
Una vez en el cementerio, pude pensar mis últimas palabras de despedida hacia mi abuela, una persona buena, sacrificada por su familia, de dicción graciosa por sus orígenes germanos y muy querida por su familia. Recordé en ese momento todos aquellos almuerzos y cenas que habíamos compartido: el menú generalmente era asado al horno con papas. Tuve un par de sonrisas por esos pensamientos.
Mientras descargaban con palas la tierra sobre el pozo, me pareció algo lindo arrojarle uno de los claveles de las coronas que encabezaban la procesión.
No pude dejar de identificarme durante toda la mañana con el tío Rogelio, quien como yo, es el hijo menor de su familia. Diría que mirar su llanto incontenible, por momentos profundo y desgarrador, fue más doliente aún que ver el cuerpo inerte de mi abuela. Pensé en mi familia, en mi madre, en la salud de mi viejo, mi cariño hacía ellos, el día que no estén y el dolor que voy a sentir. Ver a Rogelio alejado del pozo donde enterraban a su madre, llorando desconsolado como un borrego huérfano – a pesar de sus 57 años -, hizo que por primera vez en toda la mañana que sienta ganas de llorar.
Luego de ello, nos alejamos del cementerio y de la Espartillar querida. Volvimos a Pigüe donde compartimos un almuerzo con tíos y primos, en donde se recordó a la abuela y se trató de dar consuelo mutuo.
Mi viejo volvió al sur a media tarde y yo esperé un par de horas más en casa de mi tía Angélica para tomar el raído colectivo del “Condor - La Estrella”. Una mesa en la vereda, cada uno con su silla, tomando cerveza y comiendo picada, mirando a los autos y transeúntes pasar, charlando de todo un poco, fue una buena manera de compartir un buen momento con familiares algo perdidos.
Ya en el maldito “bondi” me alejé de Pigüe en busca de la rutina que había dejado en Buenos Aires. Sentado a lo largo de dos asientos, con “Road Trippin” de Red Hot Chilli Pepper - entre otros temas lentos de la misma banda, como "My Friends" y "Under The Bridge" -, mirando el atardecer sobre las sierras que más allá cobijan a Sierra de la Ventana, me di cuenta que no había sido un día del todo triste. Mi abuela había dejado de sufrir aquel padecimiento cancerígeno, y miles de recuerdos y reencuentros habían hecho de aquel viaje una bella experiencia. Me descubrí pensando, entonces, que la vida es una sola y es hermosa si aprendemos a descubrirla.
2 comentarios:
Este...no sabia lo de tu abuela, lo siento. Cada día escribis con mas voz propia, eso es muy complicado y para mi muy divertido. Pensaste que vas a hacer cuando la tortilla se vuelva, y de tanto en tanto te pongas a resolver un juicio. Abrazo
Gracias, Franquito querido. Sos el Bambino Veira de este blog. Un motivadorrrrr nato.
Chiflá cuando vengas que te debo un sushi casero.
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