Un día dejé de escucharlos. No se porque. Bah, en realidad si lo se. El grito visceral del cantante ya no era de mi agrado en una etapa de exploración británica soft llamada Oasis o Coldplay.
Antes, junto con otra banda del conurbano, era mi primera expresión adolescente. Cuando a la mayoría de la gente el ataque musical juvenil (recordando los cassettes de Baglietto – Seru – Lerner de mi hermana y los posters melenudos con Bon Jovi, Rata Blanca e Iron Maiden de mi hermano) se le da por los 13 o 14 años, a mi – en aquel verano de 1997 – se me dio a los 16.
En esa etapa, fui rengo y piojoso. Compré discos, usé remeras, asistí a recitales e, incluso, compartí una larga ronda de cervezas con los miembros de una de esas bandas en un barcito ubicado en la rambla de Playa Unión, justo cuando la noche se caía y los huecos de los bolsillos no llenaban pretensiones de “El Alamo”.
Hoy, le golpeo la puerta a los 30 y camino de traje con zapatos lustrados. De rebelde solo tengo un recuerdo con el carnet vencido y me hundo en planes conservadores.
Pero el auricular trae, no se como, algunos acordes en vivo de la vieja banda y la piel emula la de un pollo. Camino por Colón y el frío de julio golpea mis orejas. El sobretodo flamea con el viento y mis pelos se revolean desordenados.
“Hey Hey My My, el rock and roll no morirá jamás”, canta el Chizzo y hasta me parece verlo ofreciéndome llenar mi vaso con cerveza.
2 comentarios:
Escribi algo, puto de traje!
Hoy conocí tu blog, groso... me entretuve leyendo algunas anecdotas y, debe ser por la edad, me senti identificado.
Que andes bien gales, nos estamos viendo por ahí.
"el Rock and roll no morira jamas..."
tato.
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