viernes, 24 de octubre de 2008

Salida

El malón hediondo, excitado y sudoroso corrió por los pasillos de la casa buscando la puerta de salida. Corrieron tropezándose entre si, yendo hacia la luz del final del corredor. Una de ellas – la rubia - miró para atrás pero la tapó el cuerpo de otra de las chicas. Un revoleo de brazos, pitos y tetas probaban todas las puertas que encontraban a su paso. Carteles de “ocupado” en todas ellas confirmaron la cerrazón en sus picaportes. La masa amorfa, enquilombada, siguió corriendo por el pasillo con paredes de humedad condensada de colorado. Cuando doblaron en la esquina del pasillo, uno de los flacos resbaló y golpeó en una rodilla a la gorda del grupo, quien golpeó seca contra la pared y cayó finalmente en el rincón mas alejado de la curva.
Cuando llegaron finalmente a la puerta de salida, la abrieron de un golpe, pasando todos casi al mismo tiempo. Una vez en el pasillo del edificio, todos descartaron el ascensor prefiriendo la escalera. De nuevo, otro de los pibes resbaló en un escalón y golpeó a la colorada del grupo. Esta vez no fue la mujer quien sacó el peor partido: el flaco, a pesar que se paró y siguió corriendo, lo hizo cogeando como pudo. Se había roto el culo (el coxis le dirían en el hospital horas después) contra el puto escalón.
El portero del edificio quiso parar al más veloz y equipado de ellos, quien se había adelantado, pero al ver que detrás vería la maroma de cuerpos que lo seguían hacia la calle, optó por correrse y pensar “las cosas que pasan en un telo, por favor”.

La cena

El tenedor entró por el costado derecho de su cuello, justo debajo de su oreja. Hizo fuerza hasta que sintió el hueso chocar contra la punta del utensilio. La sangre brotaba a borbotones y manchaba los cabellos oscuros de la víctima. Como no había agotado su furia con el primer intento, siguió descargando su ira por toda su cara. Clavó sus ojos (logró sacar uno de ellos), sus pómulos y su boca, destrozando sus labios y dientes delanteros. Mantuvo la frente intacta ya que sabía que se trataba de uno de los huesos más duros del cuerpo. La parte frontal del cuello sufrió la peor parte.
Las visitas llegaron mas temprano de lo planeado. Dijo que ella había tenido que salir a cubrir una guardia en el hospital. Tomaron algunas medidas de ron mientras la carne se cocía. Prendió sahumerios que, explicó, procedían de Vietnam. Convidó habanos cubanos y prendió algunas velas con esencias.
La carne era exquisita, según dijeron los invitados. La mayoría aceptó el consejo del anfitrión de probar la carne bien cocida. Había preparado una salsa pesada a base de cerveza y manteca para que no se sintiera muy seca. Todos repitieron y brindaron la genialidad del cocinero, con un poco mas de vino francés.
No había postre preparado ya que era la especialidad de ella. Lamentaron su urgente salida al hospital. Sin embargo, lo remediaron pidiendo un poco de crema sambayón por teléfono aprovechando el wiskey que quedaba para terminar la botella.
Pasadas las tres de la mañana se despidieron. Algunas de las chicas lamentaron su mala suerte por tener que irse a dormir solo cada tanto debido a la profesión de su mujer. “Espero que alguna vez cambie tu suerte”, le dijeron. “Yo creo que pronto”, respondió él.
Los despidió a todos en la puerta de entrada del edificio. Bajó a la cochera del edificio, sacó el auto y se dirigió hacia los pastizales de la zona sur. Al día siguiente, limpió las manchas que quedaban en el drenaje de la bañadera y se sentó a pensar en el sofá del living.

Matías

Matías tiene once años y me pide jugar a la pelota en la rambla de la playa. Claro, Tomas no duda en querer sumarse al plan. En definitiva, no escapa a la regla del hermano menor. En el sur del país, una de las peores playas de la Argentina (que nos ha ofrecido – no obstante – los mejores momentos de nuestra juventud), nos regala una tarde de poco viento y marea alta. “Mete gol entra” y “Futbol Tenis” llenan los minutos de esta tarde de Octubre. En ambos juegos, Toto hace las veces de árbitro, alcanza pelotas y agresor de su tío (solo cuando Matías deja de estar frente al marcador).
No dentro de mucho tiempo Matías va a ser adolescente. Cada tanto se acordará que tiene un tío viviendo a pocas cuadras de su casa al cual pedirle que le tire unos mangos para salir o le preste el auto un fin de semana (imagino que eso no puede ser peor a que me pida el quincho para hacer un asado con sus treinta compañeros del club).
No se si en ese momento me pondré contento y orgulloso de ver a mi sobrino mayor creciendo y haciendo las atorreantadas que hacia yo a esa edad o extrañaré sus gritos en aquella tarde de primavera. Seguramente, Toto y yo lo seguiremos esperando en la rambla de la playa.

martes, 21 de octubre de 2008

La casa

Inmediatamente lo supo. Las puertas se entreabieron y una bocanada de aire denso cubrió el ambiente y todos sus pensamientos. Bueno, no todos. Le quedó en las fosas nasales el olor dulzon de la muerte y la putrefacción. Imaginó que había pasado suficiente tiempo en esa habitación pero, enseguida, insistió sobre su permanencia. Alguien ya le había advertido al respecto. Volvió su cabeza hacia las puertas, que para esa altura ya se habían vuelto a entornar. El pesado y álgido humo se cortaba con el as de luz que entraba. Era un reflejo brillante. Como si el mismo sol, estuviese sentado a dos metros de la entrada, a pesar que la medianoche ya había pasado hace unas cuantas horas. Pensó en algún momento que, quizás, algún reflector encendido del patio podía estar en dirección hacia la maldita puerta. Pero se trataba de una sala de la casa que daba al pulmón interno del edificio, continuo al paredón del supermecado. Dejó el vaso de fernet recién probado sobre la mesa – un pensamiento fugaz lo hizo pensar en la combinación del sabor del ambiente con la cola de su bebida – y apoyó su mano derecha sobre el respaldo de la silla de madera. Intentó levantarse pero, nuevamente, sintió el viento helado desde la habitación vecina. Esta vez las puertas no se habían abierto. Sus ojos se nublaron por el humo y la ráfaga gélida. Las puertas ahora grises, recién cerradas, había perdido súbitamente su correcto barniz blanco: mostraban grietas y rajaduras como puertas de casas abandonadas. Debajo de las puertas, se notaba todavía brillar el as de luz intenso, continuo, intrigante. Pensó en levantarse y abrir las malditas puertas de una buena vez pero de nuevo se vio postrado en la silla, sin poder enderezar sus piernas. La luz comenzó y las cortinas del cuarto dejaron de moverse. El olor dulzón se transformó en jazmín y de golpe se encontró parado en el medio de la habitación. Caminó un par de pasos hasta las puertas y tanteó el picaporte. No mostraba temperatura alguna. Solo le dio un poco de corriente. Entre el efecto eléctrico y el miedo hicieron que retirara la mano y diera algunos pasos hacia atrás. Unos segundos después, intrigado, volvió a tomar la manija y la giró de una vez, abriéndose ambas hojas de las puertas. La habitación continua tenía las ventanas cerradas y los postigos de metal oxidado con traba. Dio unos pasos en la oscuridad y tanteó la pared hasta que dio con el interruptor de luz. Lo accionó varias veces sin ningún resultado. Se asustó nuevamente. “¿Papá?”, preguntó. “¿Viejo? ¿Sos vos?”, insistió. Tanteó la cama con la mano izquierda y notó que la misma estaba desordenada. Buscó en la mesa de luz continua y encontró la vieja linterna “Everredi” – como escribía el abuelo en el papel de los mandados lo mandaba a comprar pilas -, la cual encendió. Confirmó el desorden de la cama y cierta condensación en las paredes. Enfocó hacia la mesa de luz y vio un vaso de vidrio, con agua hasta la mitad, algunos rastros de huellas y marca de labios sobre el borde. Giró de golpe llevando la luz de la linterna sobre toda la habitación. Se sintió agitado. Enfocó hacia las puertas que se habían cerrado nuevamente. Él no la había escuchado cerrar. Sentía el flujo exacerbado de su sangre correr y golpear contra las venas de su garganta. “Viejo, la puta madre, no jodas mas”, se quejó. Volvió a recorrer la habitación con la linterna unas cuantas veces mas. Quiso ir hacia la puerta pero tropezó con la cama. Cuando se apoyó con la mano derecha, sintió la bolsa de agua caliente sobre los pies de la cama. Le dio luz y la recordó familiar: escocesa azul y roja. Sin poder contener la agitación fue, como pudo, hasta la ventana. Cuando la abrió no entró luz alguna. Como si la misma se hubiese consumado minutos antes cuando él comenzaba a disfrutaba el fernet en la habitación continua. “¡¡¡Viejo, la puta madre!!! ¡¡No te podes poner así!!”, dijo entre jadeos. “¿Que querías que hiciera? No se puede mantener esto así para siempre. Algún día tenía que pasar, no?”, trató de sonar convincente y lógico. La oscuridad de la habitación, si esto era posible, pareció contraerse aún mas. El olor dulzón volvió a impregnar sus fosas nasales. "Hace cinco años que esta todo tapado con sabanas. ¡¿Que carajo que queres que hagamos, la puta que lo parió!?”, gritó con fuerzas. La luz de la linterna tuvo un centellar intenso hasta que se apagó por completo. El sabor a fernet se le fue transformando en desagradable. Sintió áspera la garganta y falto de aire. Escuchó el cristal de la “Everredi” romper contra el piso. Nuevamente no pudo mover los pies. Golpeó fuerte en la loza con las rodillas pero contuvo el dolor. Si bien tenía la boca seca, sentía que tampoco podía tragar. Tenía la garganta cerrada y la nariz tapada con el dulce olor de la muerte. Golpeó con sus costillas derechas el vértice izquierdo de la cama de madera. Con el costado izquierdo golpeo el piso, cortándose el hombro con los vidrios de la linterna. Antes de cerrar los ojos definitivamente sintió voces que retumbaban en las paredes. El olor dulce se transformaba en jazmín nuevamente y la luz volvía a entrar por la puerta raída.
Su cuerpo lo encontró el personal de mudanzas la mañana siguiente. La cama estaba cubierta con una sabana blanca y todos los muebles cubiertos de tierra añeja. Sobre la mesa de la habitación de al lado, la botella de fernet terminada y un vaso de vidrio con agua hasta la mitad, algunos rastros de huellas viejas y marca de labios secos sobre el borde.

ACDC - Black Ice

Estuve escuchando el nuevo disco de ACDC, "Black Ice".
Como dijo Brian Johnson, extrañaba una banda que me haga "mover la patita".

viernes, 17 de octubre de 2008

Muestras

Valeria esta preocupada y siente la angustia en su garganta. Le cuesta horrores mitigar sus viejos vicios. Siempre tuvo un carácter fuerte aunque también fue una buena persona.
Hoy en día, me comentaba, lucha por disimular sus angustias y dejar de generar en sus relaciones la sumisión o interés de siempre.
Espera algún día lograr el objetivo y dejar de sufrir en el intento. Quizás, ahí si, las muestras de afecto sean legítimas.

martes, 14 de octubre de 2008

Fracaso

"Se dedicará al silencio visto el fracaso de sus pensamientos.
Se recluirá en el vacío sus líneas dejadas marchitas.
Despreciará las rimas que en su momento colmaron sus oídos.
Comenzará a pensar que, quizás, sus gustos no son seguidos,
que sus trazos no son la línea de ninguno.
Dedicará algunos párrafos a aquel cuaderno raído,
Que no sabe de comentarios ni visitantes contados.
Lo hará por un tiempo, sin dudas, hasta que se convenza de lo contrario.
Y se intente, nuevamente, la buenaventura del convidado amigo
".

Axel Centurión.

jueves, 2 de octubre de 2008

Noche de cata

Una exposición de vinos es peligrosa cuando uno no sabe nada de vinos o, mejor dicho, no se concurre guiado por la sed de conocimiento sino por únicamente por la sed.

La Exposición “Vinos y Bodegas” se celebra anualmente en la Sociedad Rural Argentina sobre la última parte del año y es una oportunidad para acercar al público masivo con el sector vitivinícola argentino. Quizás esa masividad hace que no se encuentren las mejores bodegas sino solo aquellas pequeñas, populares o flamantes que buscan ese público, seguramente no calificado como ABC1.

La primera experiencia que tuvieron los chicos fue aproximadamente en el año 2003. En aquella ocasión, Arturo Dieguez, “Palmera” Benvenutti, Filip Azcuenaga y Willy Schweinsteiger llegaron expectantes al sector indicado para la muestra anual. También estaba, como invitado de la comitiva, el monje benedictino Patrono Nayar, otrora profesor de Teología en la Universidad del Museo Social de alguno de los arriba mencionados.

El salón de grandes dimensiones, por supuesto, estaba elegantemente decorado luciendo sobre la alfombra colorada una enorme cantidad de puestos – en tamaños chicos, medianos y grandes -, integrados generalmente por un sommelier y un grupo señoritas que ofrecía el deleite de cada bodega.

Uno a uno, cada uno de los muchachos fue cambiando en el sector correspondiente su entrada por la copa establecida para la degustación.

La decepción ocasionada ante el escaso contenido que permitía la copa asignada fue aún mayor ante cada servicio de los stands existentes: ninguno de ellos superaba el dedo como medida a catar. Si bien, efectivamente, este era el objeto de la muestra, el conjunto de jóvenes aspiraba a otro tipo de atención, la cual pudieron obtener solo ante la repetición de pruebas y la aceleración en el recorrido.

El resto de la velada transcurrió entre el disimulo frente a los sommeliers que insistían con hablar de terruños, cepajes y barricas, y el descubrimiento de las promotoras que con el correr de la noche se hicieron mas agraciadas.

A dichas alturas, justo es decirlo, el monje ya había guardado prolijamente su hábito benedictino en su portafolio de cuerina negra.

Faltando poco para el cierre de la jornada, el grupo de jóvenes ya tenía detectada y clasificada la muestra de acuerdo a (i) puestos menos concurridos y ágiles en la degustación, (ii) los productos mas sabrosos, (iii) las mejores promotoras y (iv) los stands donde regalaban galletitas con cada una de las catas.

Puntualmente, a la hora asignada, de los diversos parlantes del gran salón surgió la voz amable que incitaba a los presentes a abandonar la muestra, invitándolos a regresar el día siguiente.

La imagen fue un tanto confusa, debe admitirse. Señores mayores de formal traje, jóvenes modernos de tonos bronceados y señoras paquetas con vestidos de noche, se tropezaban con el apuro de los jóvenes debutantes, quienes corrían de puesto en puesto exigiendo “la última degustación” o, en forma menos amable como dijo el Palmera, “¡¡¡dame el culito de la botella, culiao!!!”.

Fue comprensible el estupor de algunos sommeliers y la decepción de los organizadores que advirtieron la escena, lo que seguramente no engalanaba el acto promocional.

Prácticamente expulsados por el personal de seguridad, el grupo de jóvenes se dirigió al estacionamiento del complejo. Dispuestos ante la salida, y de frente a la barrera que franqueaba la misma, nuevamente la seguridad tuvo que intervenir recordándole al conductor que debía abonar el estacionamiento para superar la barrera. No obstante ello, el monje - enajenado con medio cuerpo sobre el asiento delantero y agitando los brazos - le prohibió la salida del vehículo a Filip al grito de “¡¡Arrancá pelotudo!! ¿¿¡¡No ves que te están boludeando!!?? ¡¡Tirales la barrera a la mierda!!”. Por suerte Filip, con el poco discernimiento que conservaba, logró acercarse hasta la cabina de pago y superar el incidente.

El regreso fue igual de caótico. Se supo después que Dieguez – quien había abandonado el grupo en el estacionamiento - terminó durmiendo media noche en una ligustrina de Plaza Italia; el monje, dejado en la puerta de su convento, se perdió entre los callejones oscuros del barrio de Barracas; Palmera fue amablemente invitado en su trabajo la mañana siguiente a que se tome el día por enfermedad o, al menos, regrese convenientemente aseado y sin los ojos inyectados en sangre; el auto de Filip evidenció las marcas inevitables del mareo alcohólico sobre su lateral derecho; y Willy no podía entender cuando se despertó la mañana siguiente porque había en el living de su casa un cartel de “Prohibido Estacionar” y otro de “Ceda el Paso”, ambos con sus bases de cemento incluidas.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Agosto de 1994

Con catorce años no se está seguro de muchas cosas. Sobre todo de aquellas que se viven por primera vez.

A poco de pasada la primera mitad del año, en cualquier pueblo comienza la temporada de cumpleaños de quince y es, para muchos precoces, la oportunidad – u obligación – de iniciarse en las artes nocturnas y del sexo opuesto. Nadie – prácticamente – ha escapado a esta época de la vida en la cual uno es impulsado por un montón de hormonas – que dicho sea de paso, se encargan de ingresarnos en una suerte de metamorfosis escandalosa, que incluye acné, dolores en las articulaciones, ortodoncias, alteraciones vocales, y otras manifestaciones non santas – a enfrentarse como un boludo inseguro frente a una suerte de vivencias desconocidas.

En el sector de chacras del pueblo estaba el salón de baile conocido como “El Castillo” (jamás existió confirmación alguna sobre si ese era su verdadero nombre). El ritual de siempre acompañó la velada: arribo al lugar alrededor de las 21.30 hs. (muñido de algún peluche o artefacto inservible comprado a las apuradas un par de horas antes en el centro del pueblo), cena sin alcohol, vals, y mucha ansiedad frente al tórrido grupo de jóvenes tan precoces como uno.

En aquel momento – recordemos la inexperiencia y el deseo por demostrar nuestra adolescencia – uno no repara demasiado en consecuencias, más solo en oportunidades que se presentan. Por ello, ante el escape masivo de la parentela que componía la mesa “mayor” hacia el sector de la pista ante los primeros acordes de Don Vivaldi, algún que otro joven aprovechó la ocasión para recolectar botellas de sidra existentes. Suficientes para que su virginal sangre pueda ser contaminada.

En este espacio en el cual se habla y no se dice, se quiere y no se anima, se recuerda la madurez inteligente de aquella mujer-adolescente de vestido celeste, castaña de pelo lacio y suficientes antecedentes, que encontró a aquel joven en similar tarea, proponiendo mejores experiencias.

Desde aquí, el recuerdo para su caminata gentil al jardín discreto con el objeto de hacerle tomar conciencia en unos pocos momentos que la suerte a veces no es tan esquiva y el primer beso siempre es un gran recuerdo.
Si alguien encuentra a aquel joven - que llegó, confundido, a proponerle noviazgo a su generosa instructora - díganle que hoy lo evoco con una sonrisa y que la vida le dará cuantas más oportunidades necesite para ser quien ilustre.

En la noche

Juan Carlos usa tiradores y se sienta en diagonal al televisor en su sillón marrón percutido. Lleva puestas pantuflas – cuadriculadas – en los mismos tonos. Usa el pelo – sin gomina – para atrás. Su mujer camina de lado a lado en la cocina celeste mientras él espera que termine. Las noticias de las 19 hs llegan desde Córdoba al viejo Telefunken. Escucha el repiqueteo del cocer de la “costeleta” en la parrilla y siente salivar su paladar.

Dispuesta la mesa puntualmente a las 20 hs, se sienta – ahora de frente al televisor – y frota sus manos en señal de autoridad. Observa el plato de “Cabellos de Ángel” humeante delante de él. Toma el salero y lo sacude fuertemente un par de veces sobre el plato, mientras ponen delante de él su copa vacía con un cubito individual, todavía en su cubierta plástica. Rellena la copa de vino Toro y lo baja con un poco de soda.

Comienza a comer sin esperar compañía. Adelanta los labios para acercar la cuchara y emite un sonido ante cada bocado. Como todas las noches, la sopa no contiene ningún tipo de caldo que facilite su cocción: todo ha sido hervido, procesado y colado.

Mientras engulle, su mujer se levanta y se sienta continuamente al compás de la cocción de la carne y el puré. Ella no ingiere líquidos y, cada tanto, se queja de alguna noticia que escucha o de la poca sal que le permite ingerir el médico a su marido. Sin lugar a dudas, el sonido que se escucha en la mesa con mas frecuencia es “Pssst”.

Juan Carlos termina y le retiran el plato. Se frota nuevamente las manos y toma la mitad de su copa de vino. Toma la cuchara y se sirve dos veces el puré recién colocado. Lo prueba y repite el ritual anterior con el salero cuando su mujer se va a buscar la carne.

Su mujer coloca la “chuleta” más grande y jugosa en su plato, provocando la mezcla de la sangre cocida con el puré de papas. Ella toma la sal y la retira de la mesa. Él se queja y le exige su devolución, a pesar del reproche.

La cena transcurre en silencio hasta que cada uno termina su plato – ella ha comido prácticamente nada – y su mujer levanta la mesa. Luego de terminar la fruta que le pusieron delante, él apaga el televisor y vuelve a su sillón marrón. De la calle no se escucha sonido alguno, salvo algún ciclomotor ocasional.

Come alguna gomita de menta o silva algún tango por lo bajo, mientras ella prepara las bolsas de agua caliente. A las 21.45 hs., sin falta, se levanta y se va a dormir. Ella lo sigue, como siempre.