Con catorce años no se está seguro de muchas cosas. Sobre todo de aquellas que se viven por primera vez.
A poco de pasada la primera mitad del año, en cualquier pueblo comienza la temporada de cumpleaños de quince y es, para muchos precoces, la oportunidad – u obligación – de iniciarse en las artes nocturnas y del sexo opuesto. Nadie – prácticamente – ha escapado a esta época de la vida en la cual uno es impulsado por un montón de hormonas – que dicho sea de paso, se encargan de ingresarnos en una suerte de metamorfosis escandalosa, que incluye acné, dolores en las articulaciones, ortodoncias, alteraciones vocales, y otras manifestaciones non santas – a enfrentarse como un boludo inseguro frente a una suerte de vivencias desconocidas.
En el sector de chacras del pueblo estaba el salón de baile conocido como “El Castillo” (jamás existió confirmación alguna sobre si ese era su verdadero nombre). El ritual de siempre acompañó la velada: arribo al lugar alrededor de las 21.30 hs. (muñido de algún peluche o artefacto inservible comprado a las apuradas un par de horas antes en el centro del pueblo), cena sin alcohol, vals, y mucha ansiedad frente al tórrido grupo de jóvenes tan precoces como uno.
En aquel momento – recordemos la inexperiencia y el deseo por demostrar nuestra adolescencia – uno no repara demasiado en consecuencias, más solo en oportunidades que se presentan. Por ello, ante el escape masivo de la parentela que componía la mesa “mayor” hacia el sector de la pista ante los primeros acordes de Don Vivaldi, algún que otro joven aprovechó la ocasión para recolectar botellas de sidra existentes. Suficientes para que su virginal sangre pueda ser contaminada.
En este espacio en el cual se habla y no se dice, se quiere y no se anima, se recuerda la madurez inteligente de aquella mujer-adolescente de vestido celeste, castaña de pelo lacio y suficientes antecedentes, que encontró a aquel joven en similar tarea, proponiendo mejores experiencias.
Desde aquí, el recuerdo para su caminata gentil al jardín discreto con el objeto de hacerle tomar conciencia en unos pocos momentos que la suerte a veces no es tan esquiva y el primer beso siempre es un gran recuerdo.
A poco de pasada la primera mitad del año, en cualquier pueblo comienza la temporada de cumpleaños de quince y es, para muchos precoces, la oportunidad – u obligación – de iniciarse en las artes nocturnas y del sexo opuesto. Nadie – prácticamente – ha escapado a esta época de la vida en la cual uno es impulsado por un montón de hormonas – que dicho sea de paso, se encargan de ingresarnos en una suerte de metamorfosis escandalosa, que incluye acné, dolores en las articulaciones, ortodoncias, alteraciones vocales, y otras manifestaciones non santas – a enfrentarse como un boludo inseguro frente a una suerte de vivencias desconocidas.
En el sector de chacras del pueblo estaba el salón de baile conocido como “El Castillo” (jamás existió confirmación alguna sobre si ese era su verdadero nombre). El ritual de siempre acompañó la velada: arribo al lugar alrededor de las 21.30 hs. (muñido de algún peluche o artefacto inservible comprado a las apuradas un par de horas antes en el centro del pueblo), cena sin alcohol, vals, y mucha ansiedad frente al tórrido grupo de jóvenes tan precoces como uno.
En aquel momento – recordemos la inexperiencia y el deseo por demostrar nuestra adolescencia – uno no repara demasiado en consecuencias, más solo en oportunidades que se presentan. Por ello, ante el escape masivo de la parentela que componía la mesa “mayor” hacia el sector de la pista ante los primeros acordes de Don Vivaldi, algún que otro joven aprovechó la ocasión para recolectar botellas de sidra existentes. Suficientes para que su virginal sangre pueda ser contaminada.
En este espacio en el cual se habla y no se dice, se quiere y no se anima, se recuerda la madurez inteligente de aquella mujer-adolescente de vestido celeste, castaña de pelo lacio y suficientes antecedentes, que encontró a aquel joven en similar tarea, proponiendo mejores experiencias.
Desde aquí, el recuerdo para su caminata gentil al jardín discreto con el objeto de hacerle tomar conciencia en unos pocos momentos que la suerte a veces no es tan esquiva y el primer beso siempre es un gran recuerdo.
Si alguien encuentra a aquel joven - que llegó, confundido, a proponerle noviazgo a su generosa instructora - díganle que hoy lo evoco con una sonrisa y que la vida le dará cuantas más oportunidades necesite para ser quien ilustre.
1 comentario:
muy buen relato!!!.. volví por segundo a época de secundaria... en lo que llamas "el pueblo"..
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