martes, 21 de octubre de 2008

La casa

Inmediatamente lo supo. Las puertas se entreabieron y una bocanada de aire denso cubrió el ambiente y todos sus pensamientos. Bueno, no todos. Le quedó en las fosas nasales el olor dulzon de la muerte y la putrefacción. Imaginó que había pasado suficiente tiempo en esa habitación pero, enseguida, insistió sobre su permanencia. Alguien ya le había advertido al respecto. Volvió su cabeza hacia las puertas, que para esa altura ya se habían vuelto a entornar. El pesado y álgido humo se cortaba con el as de luz que entraba. Era un reflejo brillante. Como si el mismo sol, estuviese sentado a dos metros de la entrada, a pesar que la medianoche ya había pasado hace unas cuantas horas. Pensó en algún momento que, quizás, algún reflector encendido del patio podía estar en dirección hacia la maldita puerta. Pero se trataba de una sala de la casa que daba al pulmón interno del edificio, continuo al paredón del supermecado. Dejó el vaso de fernet recién probado sobre la mesa – un pensamiento fugaz lo hizo pensar en la combinación del sabor del ambiente con la cola de su bebida – y apoyó su mano derecha sobre el respaldo de la silla de madera. Intentó levantarse pero, nuevamente, sintió el viento helado desde la habitación vecina. Esta vez las puertas no se habían abierto. Sus ojos se nublaron por el humo y la ráfaga gélida. Las puertas ahora grises, recién cerradas, había perdido súbitamente su correcto barniz blanco: mostraban grietas y rajaduras como puertas de casas abandonadas. Debajo de las puertas, se notaba todavía brillar el as de luz intenso, continuo, intrigante. Pensó en levantarse y abrir las malditas puertas de una buena vez pero de nuevo se vio postrado en la silla, sin poder enderezar sus piernas. La luz comenzó y las cortinas del cuarto dejaron de moverse. El olor dulzón se transformó en jazmín y de golpe se encontró parado en el medio de la habitación. Caminó un par de pasos hasta las puertas y tanteó el picaporte. No mostraba temperatura alguna. Solo le dio un poco de corriente. Entre el efecto eléctrico y el miedo hicieron que retirara la mano y diera algunos pasos hacia atrás. Unos segundos después, intrigado, volvió a tomar la manija y la giró de una vez, abriéndose ambas hojas de las puertas. La habitación continua tenía las ventanas cerradas y los postigos de metal oxidado con traba. Dio unos pasos en la oscuridad y tanteó la pared hasta que dio con el interruptor de luz. Lo accionó varias veces sin ningún resultado. Se asustó nuevamente. “¿Papá?”, preguntó. “¿Viejo? ¿Sos vos?”, insistió. Tanteó la cama con la mano izquierda y notó que la misma estaba desordenada. Buscó en la mesa de luz continua y encontró la vieja linterna “Everredi” – como escribía el abuelo en el papel de los mandados lo mandaba a comprar pilas -, la cual encendió. Confirmó el desorden de la cama y cierta condensación en las paredes. Enfocó hacia la mesa de luz y vio un vaso de vidrio, con agua hasta la mitad, algunos rastros de huellas y marca de labios sobre el borde. Giró de golpe llevando la luz de la linterna sobre toda la habitación. Se sintió agitado. Enfocó hacia las puertas que se habían cerrado nuevamente. Él no la había escuchado cerrar. Sentía el flujo exacerbado de su sangre correr y golpear contra las venas de su garganta. “Viejo, la puta madre, no jodas mas”, se quejó. Volvió a recorrer la habitación con la linterna unas cuantas veces mas. Quiso ir hacia la puerta pero tropezó con la cama. Cuando se apoyó con la mano derecha, sintió la bolsa de agua caliente sobre los pies de la cama. Le dio luz y la recordó familiar: escocesa azul y roja. Sin poder contener la agitación fue, como pudo, hasta la ventana. Cuando la abrió no entró luz alguna. Como si la misma se hubiese consumado minutos antes cuando él comenzaba a disfrutaba el fernet en la habitación continua. “¡¡¡Viejo, la puta madre!!! ¡¡No te podes poner así!!”, dijo entre jadeos. “¿Que querías que hiciera? No se puede mantener esto así para siempre. Algún día tenía que pasar, no?”, trató de sonar convincente y lógico. La oscuridad de la habitación, si esto era posible, pareció contraerse aún mas. El olor dulzón volvió a impregnar sus fosas nasales. "Hace cinco años que esta todo tapado con sabanas. ¡¿Que carajo que queres que hagamos, la puta que lo parió!?”, gritó con fuerzas. La luz de la linterna tuvo un centellar intenso hasta que se apagó por completo. El sabor a fernet se le fue transformando en desagradable. Sintió áspera la garganta y falto de aire. Escuchó el cristal de la “Everredi” romper contra el piso. Nuevamente no pudo mover los pies. Golpeó fuerte en la loza con las rodillas pero contuvo el dolor. Si bien tenía la boca seca, sentía que tampoco podía tragar. Tenía la garganta cerrada y la nariz tapada con el dulce olor de la muerte. Golpeó con sus costillas derechas el vértice izquierdo de la cama de madera. Con el costado izquierdo golpeo el piso, cortándose el hombro con los vidrios de la linterna. Antes de cerrar los ojos definitivamente sintió voces que retumbaban en las paredes. El olor dulce se transformaba en jazmín nuevamente y la luz volvía a entrar por la puerta raída.
Su cuerpo lo encontró el personal de mudanzas la mañana siguiente. La cama estaba cubierta con una sabana blanca y todos los muebles cubiertos de tierra añeja. Sobre la mesa de la habitación de al lado, la botella de fernet terminada y un vaso de vidrio con agua hasta la mitad, algunos rastros de huellas viejas y marca de labios secos sobre el borde.

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