El tenedor entró por el costado derecho de su cuello, justo debajo de su oreja. Hizo fuerza hasta que sintió el hueso chocar contra la punta del utensilio. La sangre brotaba a borbotones y manchaba los cabellos oscuros de la víctima. Como no había agotado su furia con el primer intento, siguió descargando su ira por toda su cara. Clavó sus ojos (logró sacar uno de ellos), sus pómulos y su boca, destrozando sus labios y dientes delanteros. Mantuvo la frente intacta ya que sabía que se trataba de uno de los huesos más duros del cuerpo. La parte frontal del cuello sufrió la peor parte.
Las visitas llegaron mas temprano de lo planeado. Dijo que ella había tenido que salir a cubrir una guardia en el hospital. Tomaron algunas medidas de ron mientras la carne se cocía. Prendió sahumerios que, explicó, procedían de Vietnam. Convidó habanos cubanos y prendió algunas velas con esencias.
La carne era exquisita, según dijeron los invitados. La mayoría aceptó el consejo del anfitrión de probar la carne bien cocida. Había preparado una salsa pesada a base de cerveza y manteca para que no se sintiera muy seca. Todos repitieron y brindaron la genialidad del cocinero, con un poco mas de vino francés.
No había postre preparado ya que era la especialidad de ella. Lamentaron su urgente salida al hospital. Sin embargo, lo remediaron pidiendo un poco de crema sambayón por teléfono aprovechando el wiskey que quedaba para terminar la botella.
Pasadas las tres de la mañana se despidieron. Algunas de las chicas lamentaron su mala suerte por tener que irse a dormir solo cada tanto debido a la profesión de su mujer. “Espero que alguna vez cambie tu suerte”, le dijeron. “Yo creo que pronto”, respondió él.
Los despidió a todos en la puerta de entrada del edificio. Bajó a la cochera del edificio, sacó el auto y se dirigió hacia los pastizales de la zona sur. Al día siguiente, limpió las manchas que quedaban en el drenaje de la bañadera y se sentó a pensar en el sofá del living.
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