Una exposición de vinos es peligrosa cuando uno no sabe nada de vinos o, mejor dicho, no se concurre guiado por la sed de conocimiento sino por únicamente por la sed.
La Exposición “Vinos y Bodegas” se celebra anualmente en la Sociedad Rural Argentina sobre la última parte del año y es una oportunidad para acercar al público masivo con el sector vitivinícola argentino. Quizás esa masividad hace que no se encuentren las mejores bodegas sino solo aquellas pequeñas, populares o flamantes que buscan ese público, seguramente no calificado como ABC1.
La primera experiencia que tuvieron los chicos fue aproximadamente en el año 2003. En aquella ocasión, Arturo Dieguez, “Palmera” Benvenutti, Filip Azcuenaga y Willy Schweinsteiger llegaron expectantes al sector indicado para la muestra anual. También estaba, como invitado de la comitiva, el monje benedictino Patrono Nayar, otrora profesor de Teología en la Universidad del Museo Social de alguno de los arriba mencionados.
El salón de grandes dimensiones, por supuesto, estaba elegantemente decorado luciendo sobre la alfombra colorada una enorme cantidad de puestos – en tamaños chicos, medianos y grandes -, integrados generalmente por un sommelier y un grupo señoritas que ofrecía el deleite de cada bodega.
Uno a uno, cada uno de los muchachos fue cambiando en el sector correspondiente su entrada por la copa establecida para la degustación.
La decepción ocasionada ante el escaso contenido que permitía la copa asignada fue aún mayor ante cada servicio de los stands existentes: ninguno de ellos superaba el dedo como medida a catar. Si bien, efectivamente, este era el objeto de la muestra, el conjunto de jóvenes aspiraba a otro tipo de atención, la cual pudieron obtener solo ante la repetición de pruebas y la aceleración en el recorrido.
El resto de la velada transcurrió entre el disimulo frente a los sommeliers que insistían con hablar de terruños, cepajes y barricas, y el descubrimiento de las promotoras que con el correr de la noche se hicieron mas agraciadas.
A dichas alturas, justo es decirlo, el monje ya había guardado prolijamente su hábito benedictino en su portafolio de cuerina negra.
Faltando poco para el cierre de la jornada, el grupo de jóvenes ya tenía detectada y clasificada la muestra de acuerdo a (i) puestos menos concurridos y ágiles en la degustación, (ii) los productos mas sabrosos, (iii) las mejores promotoras y (iv) los stands donde regalaban galletitas con cada una de las catas.
Puntualmente, a la hora asignada, de los diversos parlantes del gran salón surgió la voz amable que incitaba a los presentes a abandonar la muestra, invitándolos a regresar el día siguiente.
La imagen fue un tanto confusa, debe admitirse. Señores mayores de formal traje, jóvenes modernos de tonos bronceados y señoras paquetas con vestidos de noche, se tropezaban con el apuro de los jóvenes debutantes, quienes corrían de puesto en puesto exigiendo “la última degustación” o, en forma menos amable como dijo el Palmera, “¡¡¡dame el culito de la botella, culiao!!!”.
Fue comprensible el estupor de algunos sommeliers y la decepción de los organizadores que advirtieron la escena, lo que seguramente no engalanaba el acto promocional.
Prácticamente expulsados por el personal de seguridad, el grupo de jóvenes se dirigió al estacionamiento del complejo. Dispuestos ante la salida, y de frente a la barrera que franqueaba la misma, nuevamente la seguridad tuvo que intervenir recordándole al conductor que debía abonar el estacionamiento para superar la barrera. No obstante ello, el monje - enajenado con medio cuerpo sobre el asiento delantero y agitando los brazos - le prohibió la salida del vehículo a Filip al grito de “¡¡Arrancá pelotudo!! ¿¿¡¡No ves que te están boludeando!!?? ¡¡Tirales la barrera a la mierda!!”. Por suerte Filip, con el poco discernimiento que conservaba, logró acercarse hasta la cabina de pago y superar el incidente.
El regreso fue igual de caótico. Se supo después que Dieguez – quien había abandonado el grupo en el estacionamiento - terminó durmiendo media noche en una ligustrina de Plaza Italia; el monje, dejado en la puerta de su convento, se perdió entre los callejones oscuros del barrio de Barracas; Palmera fue amablemente invitado en su trabajo la mañana siguiente a que se tome el día por enfermedad o, al menos, regrese convenientemente aseado y sin los ojos inyectados en sangre; el auto de Filip evidenció las marcas inevitables del mareo alcohólico sobre su lateral derecho; y Willy no podía entender cuando se despertó la mañana siguiente porque había en el living de su casa un cartel de “Prohibido Estacionar” y otro de “Ceda el Paso”, ambos con sus bases de cemento incluidas.
La Exposición “Vinos y Bodegas” se celebra anualmente en la Sociedad Rural Argentina sobre la última parte del año y es una oportunidad para acercar al público masivo con el sector vitivinícola argentino. Quizás esa masividad hace que no se encuentren las mejores bodegas sino solo aquellas pequeñas, populares o flamantes que buscan ese público, seguramente no calificado como ABC1.
La primera experiencia que tuvieron los chicos fue aproximadamente en el año 2003. En aquella ocasión, Arturo Dieguez, “Palmera” Benvenutti, Filip Azcuenaga y Willy Schweinsteiger llegaron expectantes al sector indicado para la muestra anual. También estaba, como invitado de la comitiva, el monje benedictino Patrono Nayar, otrora profesor de Teología en la Universidad del Museo Social de alguno de los arriba mencionados.
El salón de grandes dimensiones, por supuesto, estaba elegantemente decorado luciendo sobre la alfombra colorada una enorme cantidad de puestos – en tamaños chicos, medianos y grandes -, integrados generalmente por un sommelier y un grupo señoritas que ofrecía el deleite de cada bodega.
Uno a uno, cada uno de los muchachos fue cambiando en el sector correspondiente su entrada por la copa establecida para la degustación.
La decepción ocasionada ante el escaso contenido que permitía la copa asignada fue aún mayor ante cada servicio de los stands existentes: ninguno de ellos superaba el dedo como medida a catar. Si bien, efectivamente, este era el objeto de la muestra, el conjunto de jóvenes aspiraba a otro tipo de atención, la cual pudieron obtener solo ante la repetición de pruebas y la aceleración en el recorrido.
El resto de la velada transcurrió entre el disimulo frente a los sommeliers que insistían con hablar de terruños, cepajes y barricas, y el descubrimiento de las promotoras que con el correr de la noche se hicieron mas agraciadas.
A dichas alturas, justo es decirlo, el monje ya había guardado prolijamente su hábito benedictino en su portafolio de cuerina negra.
Faltando poco para el cierre de la jornada, el grupo de jóvenes ya tenía detectada y clasificada la muestra de acuerdo a (i) puestos menos concurridos y ágiles en la degustación, (ii) los productos mas sabrosos, (iii) las mejores promotoras y (iv) los stands donde regalaban galletitas con cada una de las catas.
Puntualmente, a la hora asignada, de los diversos parlantes del gran salón surgió la voz amable que incitaba a los presentes a abandonar la muestra, invitándolos a regresar el día siguiente.
La imagen fue un tanto confusa, debe admitirse. Señores mayores de formal traje, jóvenes modernos de tonos bronceados y señoras paquetas con vestidos de noche, se tropezaban con el apuro de los jóvenes debutantes, quienes corrían de puesto en puesto exigiendo “la última degustación” o, en forma menos amable como dijo el Palmera, “¡¡¡dame el culito de la botella, culiao!!!”.
Fue comprensible el estupor de algunos sommeliers y la decepción de los organizadores que advirtieron la escena, lo que seguramente no engalanaba el acto promocional.
Prácticamente expulsados por el personal de seguridad, el grupo de jóvenes se dirigió al estacionamiento del complejo. Dispuestos ante la salida, y de frente a la barrera que franqueaba la misma, nuevamente la seguridad tuvo que intervenir recordándole al conductor que debía abonar el estacionamiento para superar la barrera. No obstante ello, el monje - enajenado con medio cuerpo sobre el asiento delantero y agitando los brazos - le prohibió la salida del vehículo a Filip al grito de “¡¡Arrancá pelotudo!! ¿¿¡¡No ves que te están boludeando!!?? ¡¡Tirales la barrera a la mierda!!”. Por suerte Filip, con el poco discernimiento que conservaba, logró acercarse hasta la cabina de pago y superar el incidente.
El regreso fue igual de caótico. Se supo después que Dieguez – quien había abandonado el grupo en el estacionamiento - terminó durmiendo media noche en una ligustrina de Plaza Italia; el monje, dejado en la puerta de su convento, se perdió entre los callejones oscuros del barrio de Barracas; Palmera fue amablemente invitado en su trabajo la mañana siguiente a que se tome el día por enfermedad o, al menos, regrese convenientemente aseado y sin los ojos inyectados en sangre; el auto de Filip evidenció las marcas inevitables del mareo alcohólico sobre su lateral derecho; y Willy no podía entender cuando se despertó la mañana siguiente porque había en el living de su casa un cartel de “Prohibido Estacionar” y otro de “Ceda el Paso”, ambos con sus bases de cemento incluidas.
1 comentario:
Que desubicados! Ninguno de ellos podría ser mi amigo.
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