Oscar era liciado. Andaba en silla de ruedas, producto de un accidente de tránsito. Yo era chico y de tanto en tanto me dejaba ver la herida que tenía en la base de su columna. Fumaba todo el día y era el dueño de los “jueguitos electrónicos” del barrio.
Recuerdo que Oscar juntaba las etiquetas de los cigarrillos para poder adquirir un nuevo modelo de silla. Claro que, a pesar de mis escasos años, ya me daba cuenta del contrasentido: para cuando juntase la sideral cantidad requerida, probablemente iba a tener que lidiar con un cáncer de pulmón mayúsculo.
Oscar tenía una hija. Creo que tenía doce o trece años. Hoy en día, diría que era muy chica para la anécdota que cuento, pero en aquella época era toda una mujer para mis cinco años. No recuerdo bien como se llamaba, pero si que era rubia y bastante gorda. A pesar de eso, lograba ingresar en unos blue jean bastante ajustados, que no dejaban mucho a la imaginación.
Dani tenía trece años. Era de la barrita del barrio. Éramos varios. Mas de veinte. De diversas edades: Además del Dani, estaba mi hermano, seudo Dios de la patineta y mío, de 12 años. Estaban también el Crico, Diego, Eliceche, Cristian y otros. Cerrábamos el círculo el Bebú y yo.
Un día empezamos a ver al Dani y a la rubia (creo que se llamaba Silvia), haciendo arrumacos por ahí. Por cierto, a mi edad, aquello no llamaba la atención, aunque si a los mas grandecitos de la barra. Con el correr de los días, los arrumacos comenzaron a transformarse en verdaderos aprietes. No consideré en aquellos tiempos que las hormonas podían estar haciendo efectos en aquellos jóvenes, aunque si pude notar desde mis infantiles ojos que la manija de los escarceos era llevada por la fogoza señorita.
En ocasiones, parecía que - a esta altura - el “pobre” Dani era fagocitado por la marea rubia. Verdaderas ráfagas amatorias en la puerta de los Jueguitos de Oscar, a plena luz del día, que dejaban al precoz del grupo totalmente desorientado y colorado por los labios siempre pintados de Silvia.
La escena podía verse con facilidad y en reiteradas ocasiones, ya que los tórtolos no hacían mucho para ocultarlo y, sobre todo, no hacían muchas otras cosas. Consecuencia de ello fue, como podía de esperarse, la reacción envidiosa de sus amigos de la barra: uno menos para el fútbol, uno menos para la escondida, no daban los números para el metegol y, más que nada, el hecho de avanzar más de un casillero en el “juego de la vida”.
Recuerdo, y he aquí la historia, una noche en mi casa que cenábamos tranquilamente. No retengo la ocasión pero se trataba de un festejo: había Coca en la mesa. No obstante ello, mi hermano no pasaba por uno de sus mejores momentos: su amigo persistía en ser “violado” por la hija de Oscar. Es por ello que comentaba, mediante improperios, los errores de su compinche por caer en las “garras” de aquella blonda ninfómana.
Puedo acordarme las risas por lo bajo de mis viejos. Incluso en la retina conservo la imagen de mi vieja con su vestido a rayas verde, cucharón en mano y sonrisa de lado. Ella fue la que intentó hacer una explicación a mi colérico hermano sobre la situación, disimulando el nacer de la pasión, la explosión de la juventud y el nacimiento de la lujuria. Pero fue mi viejo quien dijo lo que aún hoy recuerdo ante cada situación similar: “Y…las gordas aman”.
En aquel momento no pude entender estas palabras. Hoy, imito aquellas sonrisas.
1 comentario:
Una sensación: la frescura facial por los lenguetazos que excedieron los márgenes de la boca un segundo después de ser amado por una gorda.
You know what i mean, dont you?
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