jueves, 20 de diciembre de 2007

El Convento (Dudas y silencios)

Marcelo sintió el frío en su cuerpo. Sintió también que lo tocaban en la espalda. Advirtió que estaba acostado, de lado, en el piso. Percibió el frío de las baldosas grises sobre su cuerpo. Ahí recién advirtió que estaba desnudo. El clima de invierno también se hacía notar en otras partes. No comprendía mucho lo que le estaba ocurriendo. Le dolía la cabeza y se creía perdido. Confundido. Miró para arriba, de costado y pudo ver a su hermano que le daba la bienvenida al mundo real con un “¿Qué haces ahí? Levantate, pelotudo”. Así lo hizo Marcelo.

Cuando se paró, volvió a pensar en que estaba desnudo. Repasó con la vista sus piernas peludas y su miembro al descubierto. Ahí recién advirtió que había estado tirado, no sabe cuanto, en el pasillo del convento donde vivía. Si bien era domingo, supo que probablemente alguno de los curas de clausura lo había visto desarropado contra la puerta de su habitación. Por un segundo, pensó que quizás nadie lo había advertido, pero luego, al revisar su reloj – la única prenda en su contextura – pudo ver que la mañana había comenzado hacía mucho tiempo.

Entró a la habitación, esquivando las preguntas de su hermano y se acostó a dormir, posponiendo para la tarde todas las respuestas que podía llegar a buscar. Una de ellas, claro, era el ardor proveniente de la zona baja lumbar.

Sin embargo, los dos días que continuaron estuvieron plagados para Marcelo de dudas y misterios. Solo recordaba haber asistido al cumpleaños de Juan Carlos Adet, quien hubiera sido compañero de habitación en su primer año de seminario hasta desistirlo, entrando éste en un cono de excesos y libertades para asentarse finalmente en la distribución de profilácticos. En aquella fiesta, Marcelo solo recuerda que fue recibido por su amigo Juan Carlos – ahora apodado “Tota” – y presentado a una serie de personajes de la noche, entre los cuales se sintió un extraño. Naturalmente, así lo era: entre Dealers, Drag Queens y nenas escort, un aspirante a cura era un auténtico sapo de otro pozo. En ello, la última imagen que recordaba era un petiso con cara de degenerado llamado Phillip que, enroscado en una boa de plumas fucsias y detrás de un sombrero de copa blanco, le ofrecía una gelatina naranja.

Efectivamente, en el convento lo habían visto. Sin embargo, tuvo suerte que no fue ninguno de los hermanos superiores, quienes habrían aplicado una muy segura y severa pena para Marcelo. Lo vieron solo un par de monjes de clausura - con voto de silencio -, que solo atinaron a hacerle ademanes con la mano a Marcelo – básicamente, ponían ambas palmas enfrentadas como a 20 cmts y se reían - aquel domingo por la tarde.

Fueron días de larga preocupación para Marcelo aquellas cuantas horas en el convento. No solo el tratarse de un novicio en pérdida del conocimiento empeoraba su situación, sino aquel maldito dolor en el comienzo de la línea que separaba sus glúteos.

Había resuelto pasar un par de días encerrado en su cuarto, no solo para reflexionar acerca de sus acciones sino también para evitar los chistes vecinos. Había divisado en un par de ocasiones a los monjes de clausura mostrarle las palmas enfrentadas al resto de sus compañeros de seminario, a las risotadas claro está.

Dos o tres días después, famélico ante la ausencia de alimentos sólidos, Marcelo decidió bajar al comedor comunitario para cenar con sus compañeros. Cuando entró en el largo salón cuadrangular, sintió que desde la mayoría de las 27 cabezas que lo observaban sentados recibía miradas de rechazo. Si bien pudo advertir alguna mueca risueña, en su conjunto eran repasos hostiles.

Para su suerte, las cenas en el convento eran silenciosas, aunque un amigo de él se las ingenió para comentarle que habían expulsado a los dos monjes en virtud de la violación del voto de silencio cuando sus risas habían pasado a ser verdaderas carcajadas, incluyendo revuelcos en el piso del confesionario. “Lo tienen merecido”, pensó Marcelo. “Por hijos de puta”, remató.

Cuando hubieron finalizado la cena – frugal, a base de verduras hervidas -, y luego de realizada la oración de rigor, comenzó a salir hacia los jardines que daban al gran comedor. Cuando se encontraba próximo a llegar a la puerta, alguien lo llamó desde la cocina. “¿Hermano Marcelo?”. Se dirigió hacia allí y se encontró con Elvira, cocinera y residente del convento, quien lo esperaba con un paquete entre sus manos.

Intrigado, Marcelo preguntó “¿Qué pasa, Elvira?”. Ella extendió hacia delante sus manos y le dijo “Acá tiene su ropa, Hermano”. Los dos ojos de Marcelo, agrandados por la sorpresa, vieron como Elvira se retiraba con una sonrisa entre sus labios.

Al llegar a su cuarto, desgarró el papel que envolvía sus hábitos y pudo advertir que estos se encontraban llenos de brillantina y olor a cigarrillo. Cuando quiso extender la sotana para ver si se encontraba en buen estado – más allá de su suciedad y pestilencia -, observó como desde su interior se deslizaba aquella boa fucsia del enano libidinoso y un cucharón sopero viejo. Las preguntas en Marcelo comenzaron a centellar y ahí si, se sintió preocupado verdaderamente.

Hoy Marcelo continúa viviendo en un convento. Pero en otro distinto al que vivió aquella historia. Pidió el traslado a la casa de formación ubicada en las afueras de Resistencia. En él, tomó finalmente los hábitos y el voto de silencio. Cuando tomó aquella decisión, pensó que la quietud y los nuevos aires iban a licenciarlo de contestar las preguntas que extraños seminaristas le hacían sobre aquella noche. Pero no contó que ningún silencio iba a acallar los gritos intrigados de su conciencia.


Dedicado a mi gran amigo “Palmera”, quien todavía hoy queremos como sino se hubiera ido.

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