El sábado pasado, Oscar Juárez tuvo el cumpleaños de un buen amigo. Volvió a su departamento de la calle Arenales a las siete de la mañana. Muy borracho.
Ingresando al palier del edificio, advirtió con su beoda vista que alguien se encontraba dentro del ascensor y pronto a iniciar su viaje. Oscar pidió que lo esperaran. No lo hicieron. Corrió con sus casi ciento veinte kilos y empujó la puerta con el pecho. El golpe hizo que el ascensor se detuviera en el entrepiso. Se escucharon algunos gritos de pánico desde su interior. Rubén trato de acomodar la puerta y, por suerte, el ascensor siguió su marcha.
Unas cuantas horas después, se despertó en su cama, no muy seguro de lo que había pasado. Cuando comenzó a recordar le dio vergüenza su estado. Rememoró otras anécdotas peligrosas, de la mano de la bebida. Sintió temor.
Estuvo toda la tarde en su casa, pensando si debería avisar a alguien del consorcio sobre su incidente. Creyó que no era conveniente. Nadie lo había visto con certeza, pensó.
Finalizando la tarde, juntó ánimo y fue hasta la planta baja para chequear el elevador. La puerta corrediza del mismo estaba salida, móvil, rota. El número indicador del piso estaba apagado. Habían sacado al ascensor de servicio.
“¿Viste lo que hicieron?”, preguntó alguien de atrás. Era Rogelio, el portero. “Son unos brutos”, continuó este. “Ahora voy a tener que llamar al del service”. Oscar inmediatamente cambió de tema: el tiempo, Boca-River, cualquier otra pavadas de las que siempre habla con Rogelio.
Subió por la escalera pensando en una buena excusa para cuando alguien se de cuenta que la única persona del edificio que puede “arrancar” de cuajo la puerta del ascensor era él mismo, mientras seguían golpeando su pecho sensaciones de cobardía y vergüenza.
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